Uno se salva
Mi madre, que aceptaría ser definida como una lectora ocasional, mandó durante años a encuadernar en cuero los libros que por algún motivo quería conservar, y los tiene todos juntos en una bibliotequita angosta en su dormitorio. Son de una variedad absoluta, descarada: hay libros que heredó (de ahí el mandato de encuadernarlos), hay libros que están ahí no por su contenido sino por su dedicatoria, hay hasta un compendio de recetas manuscritas en francés y otro de cálculo diferencial que usó mi padre cuando estudiaba ingeniería; hay de todo, y casi todo está ahí desde que yo tengo memoria. Pero, con los años, mi madre ha ido reduciendo el stock de esos estantes para intercalar entre los libros fotos de las personas queridas que se le van muriendo. En el resto de su dormitorio hay infinidad de enormes dibujos en colores de sus nietos, reina la luminosidad, pero en ese rincón mi madre se semblantea con la muerte a su manera. Quiero decir que mi madre no puede leer esos libros, ya no le da la vista para leer, pero los considera parte de ella, en todo sentido: cuando regala uno es porque tiene que hacer lugar para otra foto, lo que significa otro muerto, lo que hace muy intenso recibir alguno de esos volúmenes cuando ella decide desprenderse de él, con un criterio tan particular como el que tuvo para seleccionarlo. Hace una semana decidió darme una vieja edición de Emecé (1952) de Crónica de mi familia, de Vasco Pratolini, un libro que a mí me partió al medio cuando lo leí por primera vez y sigue dejándome sin aliento cuando vuelvo a leerlo. A ella, en cambio, sólo le queda un vago recuerdo de que «le gustó», de que fue un regalo (aunque no hay dedicatoria en el ejemplar) y no dice una palabra más sobre el tema porque eso fue antes de casarse con mi padre.
Se ve que era insistente quien se lo regaló, o que el libro le gustó a mi madre más de lo que recuerda, porque había otro Pratolini encuadernado en su bibliotequita, uno que se llamaba Diario sentimental, que fue el primero que yo leí (sentado en el piso del dormitorio de mi madre, con la espalda apoyada contra aquella bibliotequita y las rodillas en alto, para que me funcionaran de atril). Mi madre dice que estoy loco, que ella nunca tuvo ni leyó otro libro de Pratolini y que tampoco se acuerda nada de Crónica de mi familia, así que le cuento la increíble historia de Vasco y su hermano: que la madre murió dando a luz al menor de sus dos hijos, que el padre estaba en la guerra, que la abuela no podía alimentar a los dos nietos, así que al bebé se lo quedó el mayordomo del patrón, que no podía tener hijos. Vasco vio cómo su hermanito crecía criado como un niño rico hasta que se escapó a Florencia, donde aprendió a leer solo, hizo la nocturna, se enfermó de tuberculosis, lo mandaron a un sanatorio de montaña, se curó, volvió a Florencia, consiguió trabajo de periodista y una noche, en un bar, reconoció a su hermano, que lo estaba buscando hacía meses. Vasco lo culpaba desde siempre de la muerte de la madre; el hermano veía a Vasco como el único vínculo que le quedaba con la madre muerta (y en cierto momento le decía: «Pero tú quieres ser escritor. Tú eres el único que puede ayudarme a imaginármela viva»). La guerra había dejado sin trabajo al mayordomo y el hermano de Vasco era para entonces tan pobre como Vasco. Por fin eran iguales. Tan iguales, que el hermano se enfermó igual que Vasco. Pero no tuvo la suerte de Vasco. Murió jovencito. Era enero de 1945. Acababa de terminar la guerra en Italia pero Pratolini estaba encerrado en un cuarto de pensión redactando Crónica de mi familia, que está escrita en menos de un año, en carne viva, en forma de monólogo al hermano muerto («Al morir mamá, tú tenías veinticinco días»), con esta tremenda aclaración preliminar al lector: «Este libro no es una ficción. Es un coloquio del autor con su hermano muerto. El autor trató sólo de hallar consuelo. Tiene el remordimiento de haber intuido demasiado tarde la calidad espiritual de su hermano. Estas páginas se ofrecen como una estéril expiación».
Por ese libro extraordinario (y por el resto de su obra, pero por ese libro en particular), Pratolini estuvo por ganar el Nobel dos veces a principio de los años ’50. Después, el existencialismo francés destronó al neorrealismo italiano y el rastro de Pratolini se fue perdiendo. Sus últimos libros ni se traducían; hacia 1970 ya era un autor olvidado. Las necrológicas que en 1991 anunciaron su muerte tenían todas en común la misma sorpresa ante el hecho de Pratolini hubiese seguido vivo hasta entonces, sin publicar nada desde 1967. Nadie sabe qué le pasó a Pratolini en todos esos años. En el Diario sentimental, contaba que hizo un amigo de su edad en aquel sanatorio para tuberculosos. Con él compartía los permisos para caminar por la montaña, preguntándose si la tuberculosis y la guerra en ciernes les permitirían librarse de la virginidad antes de llevárselos. Un día el director los convoca a su oficina y nos enteramos de que ambos tienen la misma clase de tuberculosis y que existe un tratamiento que, si funciona, en menos de un año los curará (y, si no funciona, acelerará los síntomas). Cuáles son las probabilidades, preguntan ellos. Cincuenta y cincuenta, dice el médico. A partir de entonces se produce un vuelco terrible en su amistad. Porque los dos entendieron mal ese 50 y 50: creen que, si uno muere, el otro se salvará. Y no pueden evitar desearle la muerte al otro.
Desde mis diez años, mi padre me llevó todos los 31 de diciembre a un cóctel antes del almuerzo en casa de unos italianos finísimos que hacían negocios con él. Cuando mi padre murió, la invitación llegó igual, a casa de mi madre, y ella me pidió que fuese en representación de él. Yo obedecí, estuve copa en mano una larga hora en aquel departamento racionalista donde todo olía a fresco y a limpio y a vainilla, y terminé hablando con uno de los ancianos anfitriones, que me contó que había estado a punto de morir de tuberculosis en su adolescencia, que se salvó de milagro y llegó sin nada a la Argentina en 1938. «Los años pasaron. Yo fui afortunado. Mire a su alrededor: hemos formado una familia, ¿no le parece?». Yo me sentí incluido en ese plural. La luz que entraba por los ventanales parecía suspendida a su alrededor con el expreso propósito de mantenerlo vivo para siempre. Él agregó: «Pasé todos estos años creyendo que mi mejor amigo en el sanatorio, un muchacho de mi edad, con mi mismo diagnóstico, había muerto. Pero hace un par de meses recibí una carta de Italia. Era de él. Usted quiere ser escritor, quizá conozca su nombre: Vasco Pratolini. La carta era muy breve. Decía: «Uno muere, el otro se cura, ¿recuerdas? Hemos llegado a ese momento, y el afortunado eres tú. Que tengas una buena vida, amigo. Me despido de ti».
Mi madre me miró largamente cuando terminé de contarle esto. Después retiró de mis manos el ejemplar de Crónica de mi familia y dijo: «Creo que voy a elegir otro libro para darte. Éste me lo voy a quedar».
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