viernes, 24 de septiembre de 2010

Contratapa

Los diez años, el bar, el ajedrez y las “Leonas”

Comenté en la edición anterior que estaba preparando una revista a propósito de nuestros diez años. En ese momento recién iniciaba el trabajo. Y poco a poco empecé a encontrarme con uno y otro vecino y mi entusiasmo con el proyecto se multiplicó; de repente me sorprendí reviviendo la hechura de aquel número 1, reviviendo charlas con muchos anunciantes que nos acompañan desde entonces y con muchos otros que lo hacen desde que iniciaron su emprendimiento. Mientras tanto, en apenas veinte días llevo hecho un desfile por los ocho primeros años, de manera que inevitablemente se remueven emociones, recuerdos, anécdotas y toda clase de episodios relacionados con El Chasqui y, por ser éste un proyecto familiar, con la historia de nuestra propia familia desde que nos radicamos en Mar de las Pampas, a principios de 1998. Y en eso estaba ayer, sábado 11 de septiembre. El «paso a dejarte más ejemplares» en lo de Norberto y Roxana, en Puerto Pampa, se convirtió en almuerzo, larga charla y mutuo repaso de estos intensos años. Después anduve por el «centro» y me encontré en la cafetería Valle con Joaquín Jiménez, de Aquimequedo, Luis Roggi y Marcos Komac, los tres de activa participación durante estos años en Mar de las Pampas y también en diferente momentos de las páginas de El Chasqui. El café al paso insumió más de una hora, los recuerdos volvieron a cruzarse aquí y allá con los proyectos y las expectativas de cada uno. Una nueva oleada de apoyo y en cierta forma de reconocimiento y mimo para El Chasqui me puso con la sensibilidad aún más alta, en un estado próximo a la euforia. Pasadas las seis de la tarde llegué al bar La Borracha, donde me esperaba Enrique, de la Alde Hippie, para uno de nuestros desafíos de ajedrez. Allí acababa de terminar la emisión del programa radial Si estás conmigo acá, en el que habían estado como invitadas, por ejemplo, nuestra vecina marpampeana y docente Fabiana Legnik y Alejandra Terrés, directora del Jardín de Mar Azul, y maestra en ese Jardín de nuestro hijo desde marzo de 1998, cuando Juan Martín todavía no había cumplido los dos años, y poco después de Josefina, siendo la responsable de que en nuestra familia mayoritariamente bostera se nos filtrara una hincha de San Lorenzo. Después seguiría un encuentro con Fabián, el marido de Lorena, una de las integrantes del programa radial junto a los hermanos Viale; la excusa de una consulta por asuntos del periódico derivó en aquella presentación y en una larga y jugosa conversación; cuando Fabián, Lorena y sus pequeños hijos se fueron ya era de noche. Enrique esperaba por la partida. Decidí llamar a casa en la certeza de un regreso tardío. Estaba detrás de la barra cuando mi hijo atiendió el teléfeno y exclamó: «¡Pero papá, ya empezó el partido de las Leonas!», con ese tono que denotaba impaciencia e incredulidad, porque, ¿cómo se explicaba que yo no estuviera pegado y absorto ante la pantalla?. Encima una de las protagonistas era Carla Rebecchi, cuyos padres manejaron el balneario Soleado, al margen de que tres de sus hermanos vivenen en Mar de las Pampas y Mar Azul. Entonces vi (una forma de decir, porque desde allí y sin ateojos apenas distinguía borrosas siluetas multicolores desplazándose sobre un fondo verde) las imágenes del partido en el televisor de La Borracha; me disponía a adevertir a los otros parroquianos: «Che, están jugando las Leonas», cuando a través del teléfono escuché el grito de mi hijo: «¡Gol de Carla!». Volví a la mesa y con Enrique nos pusimos a jugar la partida cada uno frente a uno de los dos televisores del bar. Fue una de esas partidas comentadas y en un final trabado decretamos tablas por aburrimiento y empezamos otra. Había pasado el primer tiempo, las Leonas de «nuestra» Carlita Rebecchi habían hecho otro gol. Estábamos en el segundo tiempo, en la segunda partida, en el segundo fernet. Adrián y Myriam traían queso, mortadela y pan, el murmullo del bar crecía, llegaba más gente. Con Enrique hicimos dos o tres movidas mientras él me hablaba de su abuelo, de su familia en Calabria, de la historia de amor de la abuela Ágata, de las muchas historias incluso de gánsters que tenía para contar, de los dos relatos que había escrito y que quería que yo leyera («pero me tenés que decir la verdad, eh»). Hablaba y gesticulaba con los ojos brillantes, con la emoción que se le salía por todos los poros y lo desbordaba; yo trataba de explicarle, ante su duda, casi angustia, que lo que había escrito iba a estar bueno, cómo no iba a estar bueno si allí tendría que estar apretada toda esa emoción bestial que ahora me transmitía con la voz, con los ojos, con las manos, y que esa emoción iba a empapar el papel, casi a romperlo, porque Enrique, eso es lo único que cuenta, al menos para mí, claro, entonces qué podría importar el estilo, o que te disculpes porque «seguro hay faltas de ortografía», o porque pienses que «hay que pulirlo si alguna vez te atrevés a publicarlos» o porque... y los mil miedos y las mil excusas que tenemos todos los que nos ponemos a escribir, los que nos enfrentamos con eso, los que buscamos adentro y después necesitamos la catarsis de sacar para afuera, los que muchísimas veces lloramos con lo que leemos de otros y también lloramos mientras escribimos, porque la mano aprieta, tiembla, corre, empuja, quiere llevar la birome más rápido de lo que se puede, seguir la velocidad de la cabeza que ordena entre desesperada e imperiosa, y si es en las teclas da igual, se nos traban los dedos, las golpeamos con furia mientras intentamos ver detrás de los ojos turbios y el corazón corre desbocado a una velocidad que parece que nos va a matar pero no nos importa, no nos importa nada, Enrique, cómo no voy a entenderte si ahora mismo cuando escribo me vuelve a pasar todo eso junto, porque es el cierre, como siempre cuando tengo que escribir en esta página, y revivir frente a las teclas todo lo de ayer es revivir esa clase de emociones que hacen bien, hacen bien de verdad, todo se siente a flor de piel, porque llega el tercer gol, y otra vez Carla, y aunque no alcanzo a ver nada y no dejo de charlar con vos me alegro, no, no, la palabra no es alegría, es otra palabra que no encuentro pero no quiero parar, porque tenés mucha razón, cuando empezás a escribir de grande te da mucho más miedo, te diría que más bien un cagazo fenomenal, como todo cuando empezás de grande, ni hablar del miedo al ridículo, quizás el más ridículo de todos los miedos pero también el más difícil de manejar, porque de alguna forma sentimos que nos van a juzgar, que nos toman examen, y para peor están en juego los sentimientos, los recuerdos, las raíces, la historia de amor de los abuelos y nuestra propia historia. Por eso cuando todavía sin haber terminado el partido de las Leonas me preguntaste, refiriéndote a la partida paralizada en su tercer o cuarto movimiento: «¿qué hacemos con ésto, lo pimponeamos o seguimos otro día?», yo te contesté sin palabras y volqué todas mis piezas en el tablero y vos hiciste lo mismo con las tuyas, con cara de pibe que hace una picardía.

Eran casi las diez de la noche cuando Adrián y Enrique me invitaron a comer a la Carmen, la parrillita de Mar Azul. Siguieron las charlas y los recuerdos y, como estábamos a la vuelta de la casa de Tony, mi amigo de las cabañas El Chaparral, también con sangre calabresa y con muchas ganas de contar historias aunque no se atreva a escribirlas, les propuse visitarlo después de comer. «¿No será tarde?», me preguntaron preocupados ante la posibilidad de molestar. Yo ya había hablado con Tony, al margen de conocer sus hábitos noctámbulos y mucho más un sábado, de modo que los convencí. Así terminó la noche, en la madrugada del domingo, con Enrique y Tony compartiendo las experiencias de sus viajes a Calabria, de los personajes que habían conocido, de las explicaciones que encontraban a ciertas conductas propias a partir del hecho de haber estado allí, donde empezó todo, donde estaban arraigadas quién sabe cuántas generaciones hasta que un abuelo o un padre se vino a intentar la América huyendo de la guerra, o del hambre, o de un destino o hasta de un lío de polleras que podría haber costado el pescuezo de un joven enamorado, o de todo eso junto. Está sembrado de historias que suelen superar la ficción, la imaginación de un gran escritor o de un sublime cineasta.
Esa jornada se había iniciado para mí con aquel almuerzo en Puerto Pampa, con las andanzas que Norberto me había contado acerca de sus primeros pasos en Buenos Aires, cuando era visto como el pajueranito entrerriano que había estudiado en Santa Fe y trataba de zafar de la colimba. Y ahora los dos estábamos —estamos— radicados en Mar de las Pampas. No escapamos del hambre ni de las guerras pero dejamos la ciudad y sus luces, como la mayor parte de los que vinieron a estos bosques y estas playas, en busca de otras cosas, de otra cosa. Fueron las de ese sábado 11, día del maestro, catorce o tal vez quince horas muy intensas; como puede advertirse nada espectacular sucedió, pero agradezco a El Chasqui el haberme conducido por ese camino, por ese recorrido de encuentros y reencuentros, de repasos y proyectos, de risas y fernet y ojos brillantes que por fortuna no constituyen algo infrecuente sino que forman parte de esa otra cosa que vinimos a buscar cuando dejamos Buenos Aires. Aunque espero y sé que si un día El Chasqui no estuviera, si nos levantáramos una mañana cualquiera y dijéramos «Ya está, el ciclo de este periódico familiar está cumplido», igual sucederían estos sábados, estos fernets, estas emociones intransferibles que torpemente he tratado de llevar al papel.

Juan Pablo Trombetta

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