sábado, 23 de octubre de 2010

Nuestros vecinos




(Por JPT) Tras las notas con Lizzy Tochetto, en el mes de agosto, y con Horacio Taranco, en la edición de septiembre, hoy es el turno de Leónidas Bocchieri, de la vinoteca Pampas del Nonno. Leónidas abre todos los días, así que aun fuera de la llamada temporada alta es fácil encontrarlo en su local del Pasaje Sureño y más fácil todavía prenderse en largas charlas sobre los más diversos temas; entre tantas cosas que hablamos cada vez que le dejo los ejemplares de El Chasqui o me llevo un vino, un día supe que Leónidas había completado los estudios de
arqitectura pasados los cincuenta y otro, mientras divagábamos sobre un libro o sobre la música de Schubert, me contó que a fines de la década del sesenta había vivido en
Estados Unidos y, de repente, se encontró con una citación para ir al frente de guerra en Vietnam. Ocurre que los yanquis, cuando otorgan la tarjeta de residencia a un extranjero, en el paquetito de derechos y deberes incluyen, entre éstos últimos, el de la obligatoriedad de acudir al «llamado de las armas». El bueno de Leónidas, que no tenía la menor intención de inmolarse en las aventuras imperiales del Tío Sam, inició entonces una verdadera fuga desde Nueva York, donde vivía y había conocido a Catherine. Así apareció en Florida y cuenta que en realidad me salvó una funcionaria norteamericana que ni me conocía ni hablaba castellano ni nada, excepto que sin duda estaba en contra de la guerra; ella me dijo que mandaba a pedir unos papeles, por lo de la citación, y que los «cajonearía» todo el tiempo posible mientras me iba del país. Quedaba claro que ya no podría volver porque me convertirí
a en desertor, pero eso me importaba muy poco. En Florida los padres de un amigo me recibieron y trataron como a su propio hijo, algo muy difícil de olvidar, y entonces Catherine, que es ciudadana norteamericana, viajó desde Nueva York y nos casamos. Después nos vinimos para la Argentina y nunca más pisé Estados Unidos, aunque creo que el tiempo de veda por la deserción es de veinticinco años y ya pasaron más de cuarenta. Entre paréntesis, si alguien saca las cuentas, más o menos deduce la edad de Leo y si lo conoce personalmente, es muy probable que concluya conmigo que está en formol. Bueno, pero todo esto ya me lo había contado antes, ahora vamos a lo que nos relató hace unos pocos días, en concreto sobre cómo conoció Mar de las Pampas: Yo vivía en Necochea y viajaba a Villa Ventana para construir y vender, dentro de mis trabajos como arquitecto, en sociedad con mi hermano. Pero cuando mi hermano murió, de manera repentina, no quise volver a Villa Ventana; fue mi yerno, también arquitecto, el que me interesó para que viniera a conocer Mar de las Pampas, allá por el 2002. Me acuerdo que vine solo, el lugar me maravilló y esa noche me quedé a dormir en el auto. Era otoño. En la inmobiliaria Mar de las Pampas me atendieron Marisa Arredondo y César Beltrame. Me mostraron varios terrenos y me entusiasmé con la idea de construir y vender. Yo estaba casi en bancarrota, así que con lo que conseguí juntar compré un lote y decidí arrancar. Otro recuerdo que tengo es que al concretar la compra del terreno, Antonio Vázquez, el papá de Jorge, me dio una tarjeta para que fuera a comer con mi señora al restaurant Las Calas, (de Adrián y Valeria, entre 1999 y 2005, donde hoy está la peluquería de Gottardo) invitados por él. Al darme la tarjeta casi me ordenó: «y asegúrese de tomar un Rutini». En menos de un mes ya estaba instalado en el lote con una casa rodante y empecé a cons
truir. Las primeras personas con que me relacioné fueron los Marsano (de Green Port), que tuvieron una predisposición maravillosa en todos los sentidos, gente muy desprendida, de los que dan si
n esperar absolutamente nada a cambio. El asunto es que vendí la casa sin terminar y los compradores a su vez me contrataron como arquitecto para concluir la ejecución del proyecto. Con eso compré otro lote y repetí el ciclo de idéntica forma.
Mientras tanto la familia de Leónidas estaba en Necochea y la vida en la casa rodante se prolongó por un año y medio. Catherine venía continuamente a visitarlo y se quedaba unos días en la casa rodante con él. Después de vender la segunda casa, empiezan a llegar los encargos, por ejemplo la construcción de tres casas en tres lotes contiguos, una de ellas la del hermano de Soledad Silveyra. También me encargaron la obra de lo que sería la mitad del Pasaje Sureño y las reformas de Green Port y de lo que era el local de Genoa. En ese tiempo mi hija Anabel dejó los estudios en Mar del Plata y se instaló acá con la vinoteca, después de haber hecho un curso de «somelier». Ella empezó y siguió unos tres años Por mi parte compré un lote para hacerme la casa, y enseguida armé una pequeña cabañita de madera en la que ya se instaló conmigo Catherine, que por fin dejó de ir y venir desde Necochea. Mientras tanto Anabel decidió retomar los estudios y yo me hice cargo de la vinoteca; entonces paré con la construcción para dedicarme sólo a proyectar. Acá Leo nos cuenta que sus obras no se reconocen porque nunca les puso cartel... ya sé que debería haberlo hecho, pero me hago cargo. Al frente de la vinoteca inicia la etapa de entrega de arbolitos recién nacidos, que regala desde hace varias temporadas: ya estamos a punto de llegar a los 3.000 arbolitos entregados. Todo había empezado en mi etapa de «bancarrota» en Necochea; decidí emplear mi tiempo en la escuela primaria de mis hijos, dando clases de ecología. Fundé un vivero escolar. Los chicos de primer grado aprendían a reconocer las especies que estaban dentro de determinado radio con respecto a la escuela; después aprendían a identificar y recoger semillas y finalmente las sembraban. A todo esto el municipio de Necochea nos cedió una fracción de tierra en el Parque Miguel Lilio. Al año siguiente de empezar esa experiencia incorporé a los chicos de segundo grado y cada año agregaba un grado más. Al cabo de cuatro años los mismos alumnos plantaban árboles en la vereda, árboles que tenían la misma altura de ellos. Después empezamos a responder a pedidos de forestación en instituciones sin fines de lucro y forestamos a la vera del río Quequén. Con la escuela prepararon mil palmeras para poner en mil macetas que había comprado una inmobiliaria, y entonces Leónidas se trepó a una de esas enormes máquinas que parecen robots y lo elevan a uno hasta esas alturas de vértigo, para obtener semillas de las palmeras gigantescas de Necochea. Las facetas de Leo son múltiples, y entonces cuenta que a los chicos les enseñó a hacer barriletes: vinculaba la construcción de los barriletes con la matemática, les incluía allí las nociones de Pitágoras; me iba con treinta y cinco o cuarenta pibes a la playa y cada uno remontaba su propio barrilete. Intentaba poner todo en un comjunto, en un paquete en el que se entramaran las nociones de ecología, la práctica concreta con los árboles y también con los barriletes, y finalmente incorporar las matemáticas casi como un entretenimiento, como algo que los chicos pudieran incorporar más allá de lo abstracto.
La charla continuaba en la vinoteca mientras entraba algún cliente. La gente viene a Mar de las Pampas bien predispuesta, a pasarla bien, y nosotros los esperamos bien predispuestos, entonces se genera una energía positiva que está en el aire, se percibe, es una sensación muy particular, nuy agradable. Más allá de todo, en momentos en que en el país las cosas pueden aparecer revueltas, acá una sensación predominantemente grata flota en el aire. Después nos cuenta el prototipo del comportamiento del turista, al menos de la parte que a él le toca tratar en su trabajo en la vinoteca: primero llega muy formal, algo duro, pero después se ablanda y se producen charlas de media hora o más muy enriquecedoras; llega gente de muy buen nivel cultural con perfil bajo y dispuesta al diálogo. Es gente que contagia, trasciende un universo de sensaciones, brota lo genuino, lo natural que espontáneamente se cruza. El otro día, por ejemplo, vino un tipo que me empezó a hablar de su auto. Al rato me preguntó si no quería verlo, que lo tenía en la calle; ahí supe que sin duda sería un auto de colección. Salimos. Me llevó a dar una vuelta por el bosque. Era un Ford a bigote de 1929, impecable, reluciente, lo había traído manejando desde Buenos Aires. En este punto Leo recordó que en su familia habían tenido un Ford del ‘31, muy similar, se metió en los recovecos de su local y de su memoria y apareció con una foto en la que se veía el auto en cuestión, me mostraba la foto con ojitos brillantes, transmitiendo en ese mismo acto esa energía de la que antes hablaba, colaborando con su actitud siempre positiva a crear el mismo clima grato que tanto insiste en destacar.
Después nos siguió contando del señor del Ford del ‘29, de los ochenta autos y doscientas personas que mostraron sus autos de colección en Pinamar, que habían quedado en contacto para organizar la muestra el año siguiente en Mar de las Pampas, por ejemplo en otoño, porque sería interesante que... y si uno sigue hablando con Leónidas no tendrá más remedio que contagiarse y salir de allí queriendo hacer algo, encarar algo, proyectar, concretar, poner en algún lado toda esa energía que este hombre inquieto de barba inconfundible, ojos chispeantes y andar rápido, desparrama sin proponérselo mientras sentencia: de acá si no me echan no me voy.

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