sábado, 23 de octubre de 2010

La Familia Viajera 33

WAIMIRI ATROARI
Llegamos a la reserva Waimiri Atroari. Con cierto respeto entramos en ese lugar donde tanto nos habían hablado de los indios. Otra vez era la leyenda de los robos en la ruta y demás historias que uno no les presta atención en las ciudades, pero cuando se va entrando en la reserva y comienzan los carteles de la ruta, el upite se te va frunciendo y la imaginación comienza a funcionar. Me imaginaba a los indios cocinándonos en sus cacerolas, «hombre blanco a la cazadora», cuando vimos los carteles: «PROHIBIDO PARAR»; «NO SACAR FOTOS»; «NO DETENERSE»; «NO PISE A LOS ANIMALES», «NO FILME», «SIGA ADENTE», «NO PARE». La ruta no estaba muy mantenida y había pozos muy grandes, donde debíamos casi detenernos para esquivarlos o pasarlos por encima. La vegetación se pone impresionante, altísima. La sombra que producen las plantas da la sensación de que estuviera anocheciendo de golpe, a pesar de que eran las dos de la tarde… ¡se acercaba la hora de la cena de los Waimiri Atroari!
Una vez más el verde y el rojo se hicieron notar: la tierra se volvió muy colorada. El verde explotaba en esa selva, ríos y arroyos bordeando o cruzando la ruta. Pasaban unos loros muy grandes volando bajo, y nos regalaban sus coloridos anaranjados en la panza y azules con verde en las alas.
Otra vez los carteles al costado de la ruta: «NO PARE», «NO PISE A LOS ANIMALES». Los carteles tenían dibujos de animales, tortugas, gatos monteses o leopardos. Subidas, bajadas, curvas cerradas. La velocidad era muy lenta pero permitía disfrutar el paisaje y teníamos varias horas por delante. En realidad, hasta las seis de la tarde, para cuando si no habías salido de la reserva los «muchachos» se ponían molestos.
En una subida, a medida que avanzábamos por la pendiente, la marcha se hizo más lenta y no pude sacar el cambio. Los nervios me asaltaron y, tomando la palanca con las dos manos, intenté sacar la cuarta marcha, pero era imposible. El Bedford se detuvo. Me tenía que bajar a ver qué hacer sin asustar a mi familia que estaba pendiente del problema. Nos detuvimos en ese lugar prohibido y que todos sabíamos que a los indios no les gustaba nuestra presencia. Me tiré al suelo y bajo el Bedford me di cuenta que no podía hacer nada. Además, no estábamos haciendo caso del pedido de los indios, a través de los carteles, de que los respetasen. A pesar del miedo, por unos segundos disfruté del silencio del motor y escuché en el silencio los ruidos de la selva. Nunca escuchábamos otra cosa que no fuera el motor en marcha. La sensación única de comunicación que transmitían los sonidos de los animales, hasta parecían sentirse mejor los olores y los colores. Los sonidos eran diferentes, desconocidos para nosotros, llegaban de distintos lugares pero parecían estar en comunicación entre sí, armónicos, informándose unos a otros que se acercaba la hora de la comida y nosotros seríamos el plato principal. Un camión pasó llevando indios en la carga. Algunas mujeres sin camisa, con sus pechos descubiertos, nadie nos sonreía ni se detuvieron, sea para ayudar o condimentarnos para la cena. Subí nuevamente al Bedford y le di arranque, sin pisar el embrague, empujando la palanca para sacar el cambio. En el primer empujón saltó la marcha y salimos enseguida. Sólo que no utilizaríamos la cuarta, sólo primera, segunda y tercera. La tensión comenzó a subir porque no sabíamos qué pasaría si rompíamos la caja de velocidades en la reserva, con tantos carteles que prohibían parar y cómo explicaríamos que era un problema mecánico y que no estábamos faltándoles el respeto. Disfrutamos del paisaje. Unos indios que caminaban al costado de la ruta nos saludaron, buena onda, vestidos con pantaloncito de fútbol y arco y flechas en sus espaldas. Nos quedaban 80 kilómetros de ruta para salir de la reserva y debía ser antes de las seis de la tarde. A cuarenta kilómetros por hora, como veníamos andando, llegaríamos sobre la hora, siempre y cuando el camino no se complicara y el Bedford no se trabara nuevamente. El camino mejoró mucho y en un olvido puse cuarta, pero sin intentar sacar el cambio, sólo aceleramos y avanzamos. Finalmente llegamos a salir de la reserva en hora y paramos al final del camino, donde había un puesto de artesanías de los Waimiri Atroari; les compramos algunas artesanías para nosotros y también para vender más adelante. No teníamos mucho dinero para comprar, lo cual era una lástima porque nos gustaba ayudar, los precios eran muy buenos y las artesanías también.

BOA VISTA
Llegamos a la última ciudad de Brasil, otra etapa superada que festejamos algo nostálgicos por dejar Brasil a la vez que ansiosos por estar tan cerca de Venezuela. En mi interior tenía mucho miedo de que el Bedford dijera basta (con toda razón). Sólo estábamos a 180 kilómetros de Venezuela ¡y de un mecánico, por favor! Me sentía mal por exigirle tanto al Bedford, que necesitaba con urgencia mucho cuidado y nosotros sólo le dábamos trabajo. Nos dirigimos a Plaza Das Aguas, el lugar que nos aconsejaron para vender artesanías. Oscurecía y la gente salía a dar una vuelta por la plaza. Estacionamos al Bedford para llamar la atención de nuestros clientes y con las artesanías expuestas en un banco de la plaza, esperamos que se acercaran a conocernos. Recibimos mucha gente y contestamos miles de preguntas, pero sólo vendimos cinco reales. Nos encontramos con una pareja de argentinos que viajaban en una camioneta Defender; los habíamos visto en Buzios y fue una alegría saber que estaban bien y seguían en viaje. Hablamos un montón de lo pasado y de lo que seguiría. A la noche nos quedamos a dormir en la plaza porque era muy tranquilo, previo pedir permiso a la vigilancia. El policía nos aclaró que no se permitía pero que en nuestro caso era un placer poder ayudarnos.
A la mañana siguiente nos fuimos despidiendo en nuestros corazones del gran Brasil.

ADIÓS BRASIL, MUITO OBRIGADO. ¡GRACIAS BRASIL POR SU CARIÑO Y POR ENSEÑARNOS TANTO!
Las sensaciones y emociones eran muy diversas. Habíamos recorrido la parte más difícil del viaje, por las rutas, el Amazonas y tantas cosas que ni teníamos en cuenta, tanta belleza de la naturaleza y al entrar en el Estado de Maranhon, los caminos destrozados. Una etapa increíblemente dura y superada. Miles de kilómetros recorridos y muchos amigos quedaron atrás. No sabía cómo agradecer a la gente de Brasil, por su simpleza y espontaneidad, por su cariño y alegría, nunca pensamos en recibir tanta hospitalidad y cariño, tanto ánimo y aprobación a nuestro proyecto de cumplir este sueño, que hubiese sido imposible sin la ayuda de este pueblo maravilloso que estuvo en cada momento al lado nuestro para ayudarnos, acompañarnos y enseñarnos como un padre a un hijo en los primeros pasos de las artesanías para lograr solventar este viaje. Dejar este cariño y seguir viajando daba mucha pena, a la vez que debíamos seguir nuestro camino. El precio tan alto del combustible nos obligaba a quedarnos para reunir el dinero para llenar el tanque que luego de quinientos kilómetros quedaba vacío, y esto se repitió muchas veces en un país tan grande e interesante como éste. Algunas veces reuníamos el dinero para el combustible pero luego de hacer las compras de la comida, debíamos salir a vender de nuevo. Daba mucha bronca salir de un país tan maravilloso, tanto en su naturaleza como en lo humano, con tanta prisa y con esa sensación de ilegalidad que nos dejaba indefensos en cualquier imprevisto. Amenicemos en la Plaza Das Aguas. No saldríamos con la primera luz a la ruta. Estábamos cerca de Venezuela, en pocas horas llegaríamos a Santa Elena, primera ciudad en la frontera. Nos habían hablado del precio del combustible, muy barato, pero no pudimos entendernos con el taxista que nos contó, que según él prácticamente lo regalaban o no supimos hacer la cuenta del cambio.
Luego de comprar con los últimos reales que nos quedaban algunas artesanías, que nos dijeron que en Venezuela serían más caras, salimos a la ruta con un hermoso día de sol. El Bedford seguía igual, sólo que el camino se puso malo: pozos, curvas cerradas, subidas y bajadas. El alternador o el regulador de voltaje enloqueció y, mientras una luz roja indicaba que no estaba cargando, la aguja saltaba de positivo a negativo. No tenía idea de qué pasaba, pero tampoco podía hacer algo al respecto. La caja de cambios empeoraba y la tercera también costaba ponerla y sacarla y para poner segunda debía aminorar tanto la marcha que debíamos parar, poner primera, luego segunda y en cada subida nos trasladábamos a velocidad caracol. Los frenos eran un desastre, además de no frenar hacían un ruido que parecía que se estaba por partir el tren trasero. No identificaba si el problema era en el diferencial o algo en el eje trasero, pero no podía detectar nada con mi escaso conocimiento en el tema. Cuando apretaba el pedal de freno, el ruido aumentaba que daba miedo, lo que hacía que cada vez manejáramos más despacito. Como la caja estaba tan mal tampoco podíamos hacer rebajes y, como los frenos casi no frenaban o si los apretaba fuerte por una necesidad, parecía que algo se rompería, debíamos seguir muy lentamente. Al sacar el cambio y frenar, el motor se aceleraba y desaceleraba como el alternador. El humo del caño de escape al acelerar era negro y al desacelerar, blanco… Sufría como una madre al ver el estado del Bedford y me sentía culpable de seguir exigiéndolo como para romperlo del todo. La temperatura del agua subía. Debíamos parar a un costado de la ruta y echarle agua al radiador, todo esto en una ruta en muy mal estado y sin banquinas; pero, por suerte, a diferencia del resto de Brasil por ahí no nos pasaban los camiones a mil por hora. La ruta era más tranquila y sólo pasaban los autos brasileros que iban en busca de combustible. Otra vez puteaba contra las leyes, porque todo esto podría ser menos estresante si lográbamos parar y arreglar el colectivo. Pero no teníamos más permiso para estar en Brasil. No había opción: detenerse en un mecánico sería multiplicar la multa lo que nos dejaría en posición muy difícil para salir y volver a entrar en Brasil, y en un futuro deberíamos pagar la multa más los intereses, según nos habían explicado en la policía. Debíamos llegar a Venezuela y salir de Brasil.

FRONTERA BRASIL-VENEZUELA
Luego de todo un día de ruta con los cinco sentidos en el funcionamiento del Bedford, llegamos a las cuatro de la tarde a la frontera de Brasil y Venezuela, muy felices, aunque el estrés y la tensión en la ruta se habían hecho muy difíciles los últimos días. La sensación era que si el Bedford no podía seguir más era por mi culpa. El Bedford estaba como esos corredores extremos que llegan al final de la carrera con los pies llenos de ampollas sangrantes, los labios partidos por el sol y la deshidratación, dolores insoportables en todo el cuerpo, necesitando atención médica urgente al llegar, casi desvanecidos, al final de la competencia. Otra vez me asaltó la duda y la culpa por no haber parado en un taller mecánico para seguir viajando tranquilos. Nos quedaban muy poquitos kilómetros para llegar a Santa Elena, donde le haríamos todos los mimos necesarios y podríamos apagar el cronómetro de la visa brasilera para dejar el Bedford en condiciones y sin apuros. Luego de los trámites de las vacunas en la oficina brasilera, nos mandaron a la oficina de Venezuela, unos quinientos metros más adelante. Nadie preguntó por los días que ya estábamos excedidos en Brasil y nosotros tampoco aclaramos nada. Festejamos y nos sacamos fotos en la frontera con las banderas de ambos países. Pero nos mandaron de nuevo a la oficina de Brasil, pidiéndonos la traducción del portugués al español del certificado la vacuna de la fiebre amarilla que nos habíamos aplicado en Fortaleza. Del lado de Brasil nos dijeron que no, que era problema de Venezuela y así nos mandaron de un lado para el otro un par de veces hasta que finalmente se pusieron de acuerdo y nos dejaron pasar.

Mariano Campi
marianocampi@lacofradia.net








Cantando a los gritos, festejamos durante los minutos que tardamos en llegar a Santa Elena y llegamos, a veinte kilómetros por hora, hasta un cuartel de la gendarmería nacional donde nos detuvimos (junto al cartel de prohibido estacionar) a pedir permiso para pasar la noche en un pueblo que no conocíamos ni sabíamos si era peligroso. El cansancio por manejar el Bedford en mal estado, multiplicado por la ruta destruida me había devastado. Agradecí haber llegado a destino, acariciando a mi amigo en el tablero como si fuera mi perro.

SANTA ELENA DE GUAIREN
Nos dirigimos al regimiento. Salió un militar a recibirnos y le preguntamos si podíamos pasar la noche en la puerta. Luego de observar el colectivo con curiosidad, nos dijo que no había problemas en el pueblo y mucho menos en la puerta del cuartel. Además seguramente querrían ayudarnos a resolver el problema de la mecánica y que ojalá pudiera hacerlo él mismo porque era muy interesante nuestra historia.
¡Qué bueno era volver a hablar en español, luego de siete meses!
Caminamos un par de cuadras hacia el pueblo. Todo parecía estar cerca. Hicimos las compras y vimos que los precios eran los mismos que en Brasil, incluso algunas cosas eran más caras, pero conseguimos un pan riquísimo, fresco, de panadería. Nos dimos cuenta de cuánto extrañábamos el pan fresco como el de Argentina. Mientras conversábamos con unos artesanos que comían en una mesa de la calle, me llamaron de la mesa de al lado. Al acercarme, un muchacho me extendió la mano y me dijo, mirando a su compañero de mesa:
-Él es Roberto, es uruguayo y los quería saludar.
Recién habíamos llegado, pero casi todo el pueblo sabía de nosotros.
-Hola, -saludó Roberto, que parecía ser un poco tímido.
-Los vi estacionados en la frontera, ¿tuvieron problemas?
-No, pero nadie sabía quien debía hacer la traducción del certificado de la vacuna de la fiebre amarilla y nos mandaron un par de veces de un lugar a otro hasta que se cansaron.
-Los vimos cuando íbamos a hacer compras a Brasil, tenemos taxi y cruzamos varias veces por día a llevar gente. Nos contó Roberto. -Si los podemos ayudar en algo, cuenten con nosotros.
Muy amablemente, nos invitaron a sentarnos con ellos..
La charla con los nuevos amigos era muy agradable. Roberto, a pesar de tener el acento Venezolano, se le notaba la amabilidad y el corazón de los uruguayos.
Mientras les contábamos de nuestro viaje, les dijimos que estábamos buscando a un mecánico viejito que vivía aquí y su nombre era Enrique.
-¿El viejo Enrique? -me interrumpió.
-Sí, -le dije, temiendo me conteste que se murió o que no trabaja más en mecánica.
-Sí, lo conocemos, es el único que te podría ayudar, aquí en el pueblo los pocos mecánicos que hay trabajan en las minas de oro y no atienden a particulares, -dijo Roberto, para agregar:
_Lo que no sé es si seguirá trabajando, ya tiene unos cuantos años y no ve muy bien.
-Bueno, ¡no importa! Yo lo necesito para que me haga de director técnico, para que me diga cómo se hacen las cosas, yo me animo a arreglarlo si alguien me dice qué hacer.
-Y, ¿cómo sabían de Enrique?
-Es que nos pasaron un libro de unos argentinos que estuvieron por acá y nos pusimos en contacto por mail, porque viajaban en un carro del año 1928; en un capítulo del libro cuentan que en este pueblo, un mecánico peruano de unos setenta años les arreglo el auto. Les mandamos un mail desde Brasil y nos contestaron que en el libro está la descripción de cómo llegar al taller y que todos en el pueblo conocen a Enrique.
-¿Herman y Candelaria? -preguntó entusiasmado Roberto.
-Sí, ¿los conocés?
-Claro, si los recibimos nosotros, estuvieron varios días y se hicieron muy amigos de Horacio, el argentino que tiene la casa de repuestos.
-¿Acá hay un argentino que tiene una casa de repuestos? -pregunté con los ojos ya salidos de sus órbitas, sin poder salir del asombro.
-Claro… -Roberto dejó escapar un toque uruguayo en su pronunciación-. Mañana a la mañana los paso a buscar por la gendarmería y los llevo a conocer a Horacio y luego vamos para lo de Enrique, a ver qué podemos hacer.

Parecía que nuestros problemas eran los de todos… Roberto estaba pensando cuál era la mejor manera de solucionarlos. La charla era muy amena, les comentamos cómo, de casualidad, llegó a nuestras manos el libro Atrapa tu sueño, donde Herman y Candelaria salen en un Brahan 1928, así como estaba, para ir a Alaska, un locura total, y cuentan cómo a cada problema aparece una solución, donde además de resolver el problema ganan amigos.
Este libro llegó a nuestras manos ya iniciado el viaje, lo empezamos a leer en Uruguay y, al principio, debo reconocer que me parecía medio exagerado. Siempre que tenían un problema llegaba alguien a ayudarlos como si fuera Papá Noel». Pero luego resultó que nos empezaron a pasar las mismas cosas a nosotros. Entonces me puse en contacto por mail con esta pareja y nos contestaron dándonos ánimo. Es una pareja realmente maravillosa, los consultamos varias veces por mail, nos ayudaron mucho con su libro y sus palabras y lo último que nos escribieron fue que, al llegar a Santa Elena, busquemos a Enrique que nos iba a ayudar, Por eso me emocionaba que en la calle, esperando que Faty compre el pan, me llamara una persona y que luego de hablar cinco minutos me diga «mañana a la mañana vamos a lo de Horacio y luego a lo de Enrique».
Fuimos a comer al colectivo con las compras hechas y la tranquilidad de tener, a los cinco minutos de llegar a este lugar , todos los datos para el otro día.

Al llegar al Bedford, unos gendarmes que miraban el mapa de América del Sur pintado en el colectivo, nos felicitaron y, luego de mostrarle la casita por dentro, nos dijeron que descansemos tranquilos, que estarían toda la noche y cuidarían de nosotros.
Terminamos de cenar y escuchamos un auto que llegó y estacionó atrás nuestro.
-Mariano… -escuchamos que nos llaman.
-¿Quién es? -contesta el gendarme que vigila la entrada.
-Buscamos a los chicos argentinos.. -contesta Roberto.
-¡Hola Roberto! -me apuro a saludar antes de que el gendarme lo eche.
-Les venía a decir si no quieren estacionar el colectivo en mi galpón. Tiene baño con agua caliente, electricidad, es muy seguro y podrían arreglar el colectivo bajo techo ya que en esta época llueve mucho. No me di cuenta de ofrecerles antes, pero cuando me di cuenta le dije a mi amigo que me trajera para acá para invitarlos.
-Es una buena idea -contestó el gendarme, que aceptó a Roberto como uno más del equipo, a pesar de que le había pedido documentos para dejarlo hablar con nosotros, demostrando que era él quien nos cuidaba muy seriamente.
Mientras tanto, con Faty nos mirábamos. Ni llegamos a abrir la boca, mientras ellos decidían por nosotros, como si fueran los responsables de nuestra seguridad y bienestar. Aunque de todas maneras hubiésemos aceptado tan increíble oferta, no tuvimos ni voz ni voto. Roberto tenía todo organizado y con la aceptación del gendarme, nos pidió permiso para viajar en la casita hasta el galpón, a pocas cuadras, despidió al amigo que lo trajo y subió a la casita rodante, feliz como un niño a pesar de pasar sus 50 años de edad. El gendarme nos deseó suerte y prometió pasar a visitarnos por el galpón, nos explicó cómo hacer la maniobra y él se encargaría de detener el tránsito (casi inexistente a esa hora), pero lo sentimos como un cuidado especial que nos hace a manera de bienvenida a su tierra. Nos fuimos muy agradecidos por su hospitalidad. Luego de siete meses en Brasil, se nos mezclaban un poco las palabras en los saludos aunque también ahí, en un pueblo de frontera, es común escuchar las mezclas de idioma portuñol.

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