lunes, 26 de mayo de 2008

Contratapa

Ajeno

(El siguiente texto forma parte de una novela de Juan Pablo Trombetta que se encuentra en preparación)

Me desperté después de las nueve de la mañana y comprendí que algo se había modificado en mí de una manera irreversible. De inmediato pensé en Gregorio Samsa, no porque hubiera leído "La Metamorfosis" sino porque sabía cómo empezaba; pero no era el caso: yo no me había convertido en un enorme insecto repugnante. Todavía tumbado en la cama miré los diez dedos en las manos, levanté una pierna y después la otra, me palpé la cara. Todo estaba en su lugar. Quedaba claro que aquella abrupta modificación corría por dentro, aunque también estaba muy claro que yo era yo. Caminé hasta el baño y descarté la idea de escribir una carta de despedida. Me resultaba pringoso. Siempre odié la grandilocuencia y más aún las demostraciones de sensiblería. Así que unos minutos más tarde sencillamente me fui.
Dejar la ciudad me costó más de lo que había imaginado; de lo que había imaginado antes de ese día y de lo que imaginé ese mismo día, no bien gané las calles. Es cierto que no me puse el traje, pero mi ropa informal era formal, lo suficiente como para que ningún conocido pudiera sorprenderse al verme así en un día de semana. Mi barba no es muy tupida ni crece rápido, de modo que no reflejaría dejadez o abandono por falta de afeites. El bolso era como el de cualquier ejecutivo o empleado de cierta jerarquía que piensa hacer un poco de deporte después del horario de oficina. Así las cosas, como es natural, nadie me miraba con expresión de sorpresa, esa mueca que yo sí esperaba advertir en los demás porque sabía muy bien de mi firme determinación. Pero sólo yo lo sabía y ningún signo exterior hubiera sido capaz de delatarme.
Todo se veía ahora completamente distinto. Había tomado el subte en la estación de costumbre. Las estaciones se sucedían previsibles, pero lo nuevo se afincaba en ese persistente sonido que me alborotaba como si un enjambre de abejas zumbara dentro de mi cabeza; sabía que, horas más tarde, no habría de desandar ese largo túnel oscuro salpicado por huecos de luz donde la gente se agolpa en la espera, ni tendría que soportar el abrir y cerrar de puertas en cada parada, mientras unos luchan por salir y otros pugnan por entrar. Yo miraba a las personas que se colgaban de las manijas con abulia o espiaban las hojas del diario del vecino de asiento; algunos dormitaban y no pocos se dejaban arrastrar por el tren como si el piso y el mundo se movieran bajo sus zapatos trasladándolos a su antojo, más allá de una débil voluntad desde luego vencida de antemano. Por primera vez yo pensaba en todo eso, por primera vez no era uno de los que se colgaba de las manijas o leía el diario o dormitaba o se dejaba arrastrar.
Al llegar a la estación Carlos Pellegrini no subí las escaleras junto con la manada que se posaba, quieta, encima de los escalones mecánicos que la vomitaban en tandas, como a los zombis, en el tumulto húmedo, histérico y gris. Yo, en cambio, me uní a la otra manada, a la que buscaba todavía bajo tierra una combinación de trenes en Diagonal Norte. Y se presentaban entonces dos opciones, abrirme junto con el primer grupo en busca de la combinación con destino final en Retiro, o bien continuar hasta el fondo y unirme al otro grupo, tal vez más abundante, para trepar a los vagones que arribarían enlazados, rítmicos y ruidosos a la cabecera de Constitución. Como consideré que ese día ya había tomado una decisión de suficiente trascendencia, para resolver aquel asunto menor dejé las cosas libradas al azar; en rigor no al azar sino al lugar al que me guiara una muchedumbre sudorosa, zumbante, siempre apurada. Con el cuerpo liviano y dócil fui arrastrado a gran velocidad y sin tocar el piso hasta un andén en el que se leía el siguiente cartel: "Trenes a Retiro".
Aquella nueva vorágine era sin embargo la de todos los días, sólo que ahora disponía de tiempo para percibirla, observarla, estudiarla desde fuera, hundirme en ella de a ratos y salirme en cuanto se me antojara. No ignoraba que era uno más en la vieja historia de la ovejita descarriada que reniega de su rebaño y se aleja en busca de algo diferente, quizás mejor o muy probablemente peor, pero antes que ninguna otra cosa, diferente. Pese a todo esto, como mencioné al principio, no me fue fácil abandonar la ciudad. Empecé a añorar antes de marcharme las cosas que creía detestar: el olor de las hamburguesas, las corridas y los empellones, los gritos, los autos y los colectivos en sus maniobras temerarias e inverosímiles, la explosión de la cumbia en los precarios puestos de venta de discos compactos, el aire preñado con los restos de la combustión de miles de motores. Pero quizás lo más curioso fuera que empecé también a añorar de Buenos Aires muchas otras cosas que me seducían pero que por diversos motivos jamás disfrutaba: el cine, algún buen espectáculo musical, un paseo por la costanera, los cafetines de los barrios, la avenida Corrientes de madrugada, las librerías de viejo a las que nunca entré a revolver por pudor y por la insólita vergüenza de comprar libros usados. También recuerdo haber pensado en lo absurdo de mi pesadumbre por dejar atrás una ciudad con fantásticos museos y teatros; al igual que en los casos anteriores, no asistía a ninguno a pesar de que tejía continuos planes para hacerlo. Así amasé antes de irme una compacta añoranza. Así también comprendí enseguida la compleja trama que conforma el temple melancólico del porteño, fervoroso admirador de Borges sin leerlo, defensor a ultranza de los lugares típicos aunque no sepa dónde están ni conozca su historia y, en fin, capaz de amar hasta las lágrimas a Gardel o polemizar enardecido acerca de la obra de Piazzolla más allá de ser un entusiasta desconocedor de la música ciudadana.
Impulsado escaleras arriba después de atravesar en vilo los molinetes, asomé las narices a la superficie y a sus rumores, a su muchedumbre cuajada en una sola cara, expresándose uniforme en una única imagen del mismo modo en que por estas latitudes confundimos a un chino con un coreano o pretendemos, ya en Tokio, que millones de japoneses son todos iguales. Así, cada hombre o mujer trasladándose a paso veloz semejaban para mí, en aquella mañana, una cara indistinta, una historia unánime, aunque supiera que tras cada uno de esos seres se escondían las infinitas tristezas y los sueños inalcanzables de espíritus atravesados por la nostalgia, nostalgia aun cuando permanezcamos en la cuadra donde nacimos, nostalgia, al cabo, de lo que no pudo ser. Se me ocurrió pensar en lo ridículo que resulta el reproche de los que dicen que el tango no es más que un lamento, una queja constante, un eterno desgarro melancólico; me pregunté de qué otro modo podría ser el tango, no ya las letras, explícitas desde luego, sino la música, esa que arranca los sonidos desde los bordes del Riachuelo, desde el corazón profundo de las cortadas, desde la luz macilenta de sus faroles, y los arroja después en las tripas de quien quiera oírlos.
La multitud se desplazaba cimbreante y rumorosa; miles de personas raspaban las suelas de sus zapatos contra la rispidez del cemento; la atmósfera estaba repleta de polución y saturada con la mezcla de todos los olores que puedan concebirse; bajo mis pies —y yo lo sentía en el cuerpo entero—, vibraba el piso con el traqueteo de las formaciones en las honduras del subterráneo; se oía el retumbar de los pasos sobre las escaleras en el subibaja incesante de la masa, que en ese momento se me antojó con la forma de un extenso gusano que se despliega ondulante y uniforme de acá para allá, de ahí para acá y, en suma, desde y hacia todas partes en un avance implacable. Yo me había apartado de aquel cuerpo gigantesco y miraba desde fuera; hasta el final de la anterior jornada era uno más en el flujo de ese blando cordón humano y no lo sabía; al menos no se me había ocurrido ni remotamente contemplarme de tal forma. La brusca modificación que descubrí en mí al despertar, aquella mañana, no me engañaba, así como no me soltaba esa incómoda dificultad por abandonar esas calles que me estrangulaban y oprimían; nunca antes me había creído con agallas para emprender el camino que me aprestaba a iniciar, más bien que ya había iniciado; tampoco se me hubiera ocurrido que dejar atrás al gigante de gelatina gris, al monstruo de mil cabezas y una sola cara, a la ciudad y sus fantasmas, pudiera provocarme tal ardor en la sangre y aquellos violentos y sonoros golpes en el pecho.

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