lunes, 26 de julio de 2010

Cuentos de Juan Forn

Pueden llamarme Vermeer (Junio)

En mayo de 1945 comenzó casi anónimamente en Amsterdam un juicio contra un supuesto colaboracionista de nombre Hans van Meegeren. El acusado enfrentaba la horca por haberse enriquecido entregando patrimonio cultural holandés (léase, cuadros famosos) a los nazis. El juicio saltó de golpe a la primera plana de los diarios holandeses cuando van Meegeren confesó que el Vermeer que le había cambiado al mariscal Goering por ciento treinta y siete pinturas de viejos maestros flamencos era en realidad una falsificación (es decir que, en lugar de acusarlo de enriquecimiento ilícito y traición a la patria, debían condecorarlo como héroe de guerra por recuperar esos ciento treinta y siete cuadros que Goering había confiscado a museos holandeses) y, para el estupor general, agregó que la falsificación la había hecho él mismo.

Falsificar un Vermeer no es lo mismo que falsificar un Picasso. No sólo por la antigüedad (es un pintor del siglo XVII) sino porque su obra es legendariamente exigua: sólo se conocen treinta y cinco Vermeers auténticos (lo que eleva su cotización a las nubes). Pero lo que hizo van Meegeren es todavía más osado: inventó todo un período de Vermeer, con su correspondiente estilo, y explicó el hallazgo basándose en dos hechos de la biografía del pintor: que se habría convertido clandestinamente al catolicismo y que habría estado en Italia. Por eso las siete telas de Vermeer que «inventó» (entre ellas Cristo en Emaús, la que le vendió a Goering) tienen motivos evangélicos y recursos técnicos tomados de Caravaggio y otros pintores italianos de la época.

Con su impecable compostura y su atildado aspecto de pajarito, van Meegeren convirtió aquel estrado en un escenario en donde montó un unipersonal que mantuvo en vilo a su público durante casi dos años. A esa altura, todos los colaboracionistas habían sido juzgados y condenados y los holandeses estaban cansados de oír hablar de la guerra. Preferían un poco de entretenimiento y van Meegeren lo garantizaba sin descanso (quizá por eso, en una encuestra realizada por un diario de Amsterdam en 1947, fue votado el segundo holandés más popular, detrás del recién electo Primer Ministro). A lo largo de los dieciocho meses que duró el juicio, van Meegeren no sólo contó sin pudor los episodios más inconfesables de su vida sino que, para demostrar su capacidad como falsificador, pintó delante de seis testigos un Vermeer al que no pudo resistir aplicarle dos humoradas: la primera fue el título que le puso (Cristo en el Templo, en alusión a los mercaderes del mundo del arte); la segunda fue que el Jesús del cuadro sostenía en su mano... los Evangelios. También contó que el Vermeer que le vendió al barón von Thyssen (Muchacha con sombrero azul) era un retrato basado en Greta Garbo y que aquél que fue a parar a la National Gallery de Washington, donado por Henry Mellon (La hilandera), se basaba en Louise Brooks. Y en cierto momento del proceso interpeló a la audiencia con la siguiente frase: «A fin de cuentas, ¿qué es una falsificación sino el retrato de una obra de arte imaginaria?».

El público aplaudía y chiflaba las intervenciones del acusado. Cuando el fiscal le preguntó si reconocía haber vendido esas falsificaciones a altísimos precios, van Meegeren contestó: «Si las hubiera vendido baratas se habrían dado cuenta de que eran falsas, ¿no le parece?». Cuando le preguntaron si lo había hecho por el dinero, contestó que sus millones sólo le habían traído cirrosis y sífilis. Según los cálculos de la fiscalía, van Meegeren había estafado a sus clientes en una suma total equivalente a treinta millones de euros de hoy, pero el remate de todos sus bienes no alcanzó el millón (nunca se supo adónde fue a parar el resto).

Durante el juicio se supo que van Meegeren había dirigido en los años 30 un pasquín llamado De Kemphann («El gallo de riña») donde denunciaba el arte moderno como «asqueroso bolchevismo de pederastas y mestizos» y definía el mercado de arte con la imagen de un judío llevando una carretilla llena de dinero. También se reveló que en la biblioteca privada de Hitler en la Cancillería del Reich en Berlín se había encontrado una lujosa edición hecha a mano de poesía holandesa ilustrada por van Meegeren con la siguiente dedicatoria escrita en alemán: «Para mi idolatrado Führer, este tributo de gratitud, H. van Meegeren, Laren, Holanda, 1942». Van Meegeren admitió que la firma era suya pero sostuvo que la dedicatoria había sido escrita por otra persona, por lo menos diez años más tarde.

Para entonces ya tenía a todo el tribunal en el bolsillo. El público en la sala vivó cuando se leyó el veredicto. Le habían dado la pena mínima: un año de prisión. Pero no llegó a cumplir ni dos semanas. El 30 de diciembre de 1947 murió apaciblemente, mientras dormía en su calabozo. En el último reportaje que concedió a la prensa holandesa, ya condenado, van Meegeren dijo: «No podían darme más de dos años. Lo sé porque leí meticulosamente nuestro código penal, cuando empecé con esto. Así que un año no me parece ni buen ni mal resultado. Lo que puedo asegurarles es que, aunque se olviden de mí, ya nunca podrán saber con seguridad cuáles Vermeers son auténticos y cuáles pinté yo».

Ha muerto un mendigo (Julio)

Los dos hombres de la foto son Adolf Loos y Peter Altenberg. Loos, el más joven, el de impecable sombrero, fue el gran arquitecto-artista de Viena, en aquellos tiempos en que Viena se creía no sólo la capital del mundo sino el Olimpo y Babilonia a la vez. Loos, dice la leyenda, fue quien convocó y pagó al fotógrafo para tener el resto de su vida este retrato junto al hombre que más admiraba en Viena. En ese entonces vivían en Viena Freud, Wittgenstein, Schoenberg, Klimt, Musil, Joseph Roth, Kokoshka, Alban Berg y el ígneo Karl Kraus (que hacía temblar la ciudad cada semana con su periódico Die Fackel, del cual dice Elias Canetti en sus memorias que «abría los oídos de tal manera que después ya no se podía no escuchar»), pero el hombre que Adolf Loos más admiraba en todo Viena era este viejito llamado Peter Altenberg, definido a lo largo de su vida como poeta, pensador, humorista, crítico cultural, pedagogo, bohemio, nudista y mendigo, aunque la etiqueta que mejor le cuadraba, dicen, era la de excéntrico, o la de sabio, o la de santo.

Entendámonos: las personas favoritas de Peter Altenberg eran los cocheros y las putas (él aclaraba: «las putillas buenas y los cocheros que saben escuchar»). Se lo define como santo en el sentido en que Joseph Roth definía a su Santo Bebedor: el que logra merecer «una liviana y honrosa muerte al cabo de su vida». De hecho, cuando Altenberg murió, el mismísimo Karl Kraus lo despidió diciendo: «Ha muerto un mendigo. ¡Qué pobres somos!». Y Soma Morgenstern escribió en su necrológica para el Frankfurter Zeitung: «Peter Altenberg era un sabio porque tenía comprensión para todos los placeres y todos los vicios de este mundo».

Altenberg había nacido en el seno de una familia judía acomodada de Viena (léase, fue bautizado y luego educado en el culto a la hipocresía católica y a la superioridad teutónica). Uno de sus maestros de escuela lo definió como «un genio sin cualidades». Dejó los estudios después de que lo reprobaran en un examen en que debía explayarse sobre «La influencia del Nuevo Mundo» y él se limitó a escribir la palabra papas en la hoja de examen. A los dieciocho años, un psiquiatra contratado por su padre le diagnosticó una «sobreexcitación del sistema nervioso» que lo hacía técnicamente incapaz para cualquier empleo. El joven tomó el diagnóstico al pie de la letra. Cambió su nombre de nacimiento (Richard Englander) a Peter Altenberg para salvar el honor familiar y se sumergió en la bohemia: su dirección postal a partir de entonces hasta el día de su muerte, cuarenta años después, fue sencillamente «Café Central, Viena».

Antes de hacerse conocido como escritor (publicó trece libros, todos de prosas breves, que él definía como «telegramas del alma»), fue un pionero de la ropa informal (él mismo adaptaba a su gusto la ropa usada que le regalaban), del uso de sandalias en la ciudad (los nudistas hicieron suyo el epigrama de Altenberg: «Un pie hermoso es más bello que un zapato hermoso») y de las tarjetas postales (cada vez que se topaba con una putilla o bailarina especialmente angelical, la hacía fotografiar, en el reverso del retrato escribía uno de sus aforismos y lo enviaba por correo a alguno de sus innumerables amigos). Dormía de día y brillaba de noche. Cobraba por sus reflexiones en su recorrida nocturna por los cafés, y así pagaba sus tragos y el hotel por horas donde dormía durante el día. Todo lo hacía con esa inocencia y bondad que se suele asociar con la infancia o la santidad. Una o dos veces debieron internarlo en el manicomio de Steinhof. La primera vez lo rescataron Loos y Kraus para llevárselo a Venecia (la única vez que salió de Austria). Allí vieron caminando por el Lido al gran Georg Trakl, en el verano de 1913. Altenberg se le acercó y conversaron en susurros durante largo rato. Nunca se supo qué le dijo uno al otro, pero los dos volverían a ser internados y Trakl se suicidaría en el manicomio.

La afinidad de Altenberg por lo austero terminó de fraguar el día en que asistió a la gran exposición imperial sobre el arte del Japón. Al salir escribió: «Los japoneses pintan una rama en flor y logran retratar la primavera. En todos los ampulosos paisajes primaverales de nuestro pintores, en cambio, a duras penas hay una rama verdaderamente florecida». Aunque predicaba el nudismo, el vegetarianismo y la vida en la naturaleza, Altenberg bebía y comía como un buey (jamás rechazaba una invitación) y nunca pudo vivir fuera de Viena. También eso, decía, era parte de su ética antiburguesa y antiutilitarista. A quienes lo acusaban de impostor, les contestaba angélicamente: «Mi máscara es mi verdad».

Pero mi detalle favorito de Peter Altenberg es su relación con el dinero. El dramaturgo Arthur Schnitzler se lo cruzó por la calle una tarde y, como hacía siempre, lo invitó a cenar, sólo que en el camino al restaurant descubrió que había dejado la billetera en casa. «No te preocupes», le dijo Altenberg. «Tú me invitas pero pago yo», y sacó de su bolsillo un puñado de billetes arrugados. En una antología de miscelánea vienesa se reprodce el facsimilar de un telegrama enviado por Altenberg a su hermano empresario Georg Englander. Dice: «Querido hermano, manda enseguida cien coronas. He puesto todos los ahorros en el banco y estoy ante la nada». A la muerte de Altenberg, en 1919, se abrió su testamento y se descubrió que dejaba una cuantiosa suma a repartir entre los cocheros y las putas que paraban en la esquina del Hotel London de la Wallnerstrasse, sólo que esa cuantiosa suma estaba en coronas austríacas de antes de la guerra: un dinero que no valía nada, como el propio Peter Altenberg supo entender antes que nadie.

Por Juan Forn

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