sábado, 29 de marzo de 2008

Tapa


La Familia Viajera

El 15 de diciembre de 2005 partió de Bariloche, a bordo de un colectivo Bedford 1965 acondicionado como casa, la familia Campi - Mariño (Mariano Campi, entonces de 40 años, Fátima Mariño, de 37, y los cuatro hijos de ambos: Luna, de ocho, los mellizos Lucas y Clara, de seis, y el pequeño Gaspar, que aún no había cumplido los dos años de edad). El increíble periplo abarcó quince meses durante los cuales recorrieron las costas de Uruguay y Brasil, remontaron el Amazonas, subieron a Venezuela hasta llegar al Caribe, cruzaron a Colombia y luego emprendieron el regreso por Ecuador, Perú y Chile. Con recursos para dos o tres meses, el grueso de la travesía la solventaron con las artesanías y tatuajes que aprendieron a realizar en Brasil. El Chasqui ofrece, en entregas, el diario de viaje de Mariano Campi, un relato pleno de emoción y rebosante, ante todo, de gratitud infinita hacia esa enorme cantidad de gente que se desvivió por ayudarlos ofreciéndoles su solidaridad y apoyo en cada uno de los pueblos y ciudades por los que pasaron. Y gratitud también a su propia familia, a los amigos, y al fiel amigo Bedford.
(VER NOTA "LA FAMILIA VIAJERA")

miércoles, 19 de marzo de 2008

El Chasqui en La Higuera

Primera parte

A principios de septiembre me encontré, en Mar de las Pampas, con mi amigo Pedro Lanteri; él me contó de los actos a realizarse en Vallegrande y La Higuera, Bolivia, con motivo de cumplirse cuarenta años del asesinato de Ernesto "Che" Guevara; también me dijo que planeaba ir en auto pero que solo no se animaba...; allí mismo le dije que me "anotaba" en el viaje y un par de horas más tarde ya estaba confirmado Tony Postorivo. Pedro, además de su motivación personal, quería tener presencia con la radio de Las Madres de Plaza de Mayo, que él dirige. De manera que el 2 de octubre muy temprano salimos de Buenos Aires en su auto; sin embargo, al llegar a Rosario, Pedro se vio obligado a regresar. Pormenores al margen, lo concreto es que el 3 a la mañana partimos con Tony a Santa Cruz de la Sierra en micro, con facilidades ofrecidas por la radio y con material (revistas, banderas, remeras, etc.) para que de alguna manera Las Madres de Plaza de Mayo estuvieran presentes durante los actos.
Un cúmulo de sensaciones difíciles de describir nos embargaba mientras nos dirigíamos a un lugar que ya es parte de la historia de Latinoamérica; muchas horas de lecturas afiebradas se agolpaban en cuestión de minutos; muchos episodios que habrían de generar un verdadero paradigma, un antes y un después, se habían desarrollado, o al menos habían culminado, en el año 1967 y en los lugares que nos aprestábamos a visitar.
Ya en Santa Cruz de la Sierra, ciudad a la que arribamos alrededor de las tres de la tarde, nos dirigimos a la plaza desde salían los micros con destino a Vallegrande; con cierto desconsuelo desubrimos que ese día ya no había pasajes —dicho sea de paso, el tramo, en micro, insume unas ocho horas—, pero pudimos contactarnos con una pareja (él chileno, ella boliviana residente en Suecia) que buscaba "hacer número" para contratar un auto entre varios y poder llegar esa misma noche. En las tratativas con el conductor del taxi se concluyó que faltaba esperar un pasajero más para poder partir. Ya sabíamos que el camino era peligroso y, en lo que a mí respecta, por mi anterior visita a Bolivia conocía la audacia, por llamarlo de algún modo, de los "volantes" locales; mientras tanto, la adrenalina crecía al comprobar que el trayecto se cubriría, en su casi totalidad, en medio de la noche. Esto último constituye, por un lado, un riesgo adicional y, por el otro, según muchos afirman, un alivio, ya que impide ver los precipicios que habremos de bordear.
Por razones de espacio, en esta nota apenas llego a introducir el tema, que me propongo profundizar y desarrollar con minucia en las próximas ediciones, pues son muchas y aún muy frescas las emociones vividas en esos inolvidables días de octubre.

Segunda parte

En la edición anterior introduje el tema de nuestro viaje, junto con Tony Postorivo, a La Higuera. Había llegado al punto en que nos disponíamos a iniciar el trayecto entre Santa Cruz de la Sierra y Vallegrande, ciudad ubicada sesenta y cinco kilómetros antes de La Higuera y que era el epicentro de los actos realizarse en conmemoración del cuarenta aniversario del asesinato del Che Guevara. Aquel tramo, sinuoso, entre precipicios de considerable magnitud y baches y obstáculos diversos, resultó tan temerario como nos habían advertido. En el auto viajábamos, además del conductor, otras seis personas: un chileno de cincuenta y tantos años (Ramón) que se afincó en las afueras de La Paz para trabajar en los barrios marginales desde el triunfo de Evo Morales; su compañera (Marina), una boliviana de edad similar que espera que sus hijos terminen el secundario en Suecia —lugar en el que ambos se habían refugiado en su momento por cuestiones políticas—para unirse a él en Bolivia; también se habían sumado una médica de setenta años (Felisa) con la mochila a cuestas, que vive y trabaja en Rosario y los sábados estudia en la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo en Buenos Aires; un joven de unos treinta y pico (Cris), estudiante de la Universidad de las Madres y artesano; los otros dos pasajeros, claro, éramos Tony (de cabañas El Chaparral, en Mar Azul) y yo.
Lo curioso de todo esto fue que, cuando Raúl, el conductor, nos ofreció sumarnos al grupo para "amortizar" el viaje, no nos importó en absoluto la eventualidad de viajar durante más de seis horas apretujados mientras nos garantizara manejar despacito y sin apuro; prometió que "desde luego" y nosotros, ilusos, le creímos. Salimos bien pasadas las seis de la tarde, con muy poca luz por delante, y a poco andar nos enteramos de que el buen Raúl debía llegar antes de las diez y media para no perder los pasajeros en tramo de vuelta a Santa Cruz. ¡Socorro!, un viaje que en micro consume más de ocho horas el tipo lo devoraría en cuatro a cualquier precio, y ese precio bien podrían ser nuestros huesos. Para colmo nos tranquilizaba repitiendo que conocía el camino de memoria y, más que nada, fundaba su optimismo en que una virgen de la que era devoto lo protegía de todo peligro. Así, por ejemplo, entre esquives repentinos de enormes baches, podía tanto frenar de golpe a veinte centímetros de una vaca como pasar literalmente rozando bicicletas o chicos a pie. Tony, experto conductor, sudaba y sufría justo detrás de Raúl; yo había elegido engancharme en una conversación distractiva con Felisa y se ve que mi miedo quedó en estado de latencia; Marina, en cambio, con sus modales suaves y evidentes conocimientos de psicología, fue llevando la conversación hacia terrenos tales que Raúl, cuando ya parecía envuelto en una frenética carrera, empezó a levantar un poco el pie del acelerador. Así, cuando salió el tema de una hijita, Raúl se reblandeció y pareció disminuir su vértigo; Marina condujo la charla con habilidad suprema y todos fuimos ganando en tranquilidad, si bien sospecho que Felisa jamás se mosqueó en absoluto y sus preocupaciones estaban muy alejadas de los eventuales e inminentes riesgos de aquella ruta.
Con el chirriar de gomas bastante morigerado, arribamos a Vallegrande exactamente a las diez y veintinueve de la noche, según el reloj digital del coche, todos "milagrosamente" sanos y salvos y con Raúl a tiempo para recoger sus pasajeros de vuelta a Santa Cruz.
Ya que nunca supimos de un trágico accidente posterior, esos pasajeros también habrán llegado ilesos a destino, de donde se deduce que los milagros deben existir.
En el próximo número retomaré la narración a partir de aquella primera noche (viernes 5 de octubre), la de nuestra llegada a Vallegrande, el lugar en cuyo hospital, un día de 1967, fue tomada la foto del cadáver del Che, foto que habría de recorrer el mundo hasta convertirse en uno de los testimonios gráficos más impactantes del siglo veinte.

Tercera parte

En la edición anterior introduje el tema de nuestro viaje, junto con Tony Postorivo, a La Higuera. Había llegado al punto en que nos disponíamos a iniciar el trayecto entre Santa Cruz de la Sierra y Vallegrande, ciudad ubicada sesenta y cinco kilómetros antes de La Higuera y que era el epicentro de los actos realizarse en conmemoración del cuarenta aniversario del asesinato del Che Guevara. Aquel tramo, sinuoso, entre precipicios de considerable magnitud y baches y obstáculos diversos, resultó tan temerario como nos habían advertido. En el auto viajábamos, además del conductor, otras seis personas: un chileno de cincuenta y tantos años (Ramón) que se afincó en las afueras de La Paz para trabajar en los barrios marginales desde el triunfo de Evo Morales; su compañera (Marina), una boliviana de edad similar que espera que sus hijos terminen el secundario en Suecia —lugar en el que ambos se habían refugiado en su momento por cuestiones políticas—para unirse a él en Bolivia; también se habían sumado una médica de setenta años (Felisa) con la mochila a cuestas, que vive y trabaja en Rosario y los sábados estudia en la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo en Buenos Aires; un joven de unos treinta y pico (Cris), estudiante de la Universidad de las Madres y artesano; los otros dos pasajeros, claro, éramos Tony (de cabañas El Chaparral, en Mar Azul) y yo.
Lo curioso de todo esto fue que, cuando Raúl, el conductor, nos ofreció sumarnos al grupo para "amortizar" el viaje, no nos importó en absoluto la eventualidad de viajar durante más de seis horas apretujados mientras nos garantizara manejar despacito y sin apuro; prometió que "desde luego" y nosotros, ilusos, le creímos. Salimos bien pasadas las seis de la tarde, con muy poca luz por delante, y a poco andar nos enteramos de que el buen Raúl debía llegar antes de las diez y media para no perder los pasajeros en tramo de vuelta a Santa Cruz. ¡Socorro!, un viaje que en micro consume más de ocho horas el tipo lo devoraría en cuatro a cualquier precio, y ese precio bien podrían ser nuestros huesos. Para colmo nos tranquilizaba repitiendo que conocía el camino de memoria y, más que nada, fundaba su optimismo en que una virgen de la que era devoto lo protegía de todo peligro. Así, por ejemplo, entre esquives repentinos de enormes baches, podía tanto frenar de golpe a veinte centímetros de una vaca como pasar literalmente rozando bicicletas o chicos a pie. Tony, experto conductor, sudaba y sufría justo detrás de Raúl; yo había elegido engancharme en una conversación distractiva con Felisa y se ve que mi miedo quedó en estado de latencia; Marina, en cambio, con sus modales suaves y evidentes conocimientos de psicología, fue llevando la conversación hacia terrenos tales que Raúl, cuando ya parecía envuelto en una frenética carrera, empezó a levantar un poco el pie del acelerador. Así, cuando salió el tema de una hijita, Raúl se reblandeció y pareció disminuir su vértigo; Marina condujo la charla con habilidad suprema y todos fuimos ganando en tranquilidad, si bien sospecho que Felisa jamás se mosqueó en absoluto y sus preocupaciones estaban muy alejadas de los eventuales e inminentes riesgos de aquella ruta.
Con el chirriar de gomas bastante morigerado, arribamos a Vallegrande exactamente a las diez y veintinueve de la noche, según el reloj digital del coche, todos "milagrosamente" sanos y salvos y con Raúl a tiempo para recoger sus pasajeros de vuelta a Santa Cruz.
Ya que nunca supimos de un trágico accidente posterior, esos pasajeros también habrán llegado ilesos a destino, de donde se deduce que los milagros deben existir.
En el próximo número retomaré la narración a partir de aquella primera noche (viernes 5 de octubre), la de nuestra llegada a Vallegrande, el lugar en cuyo hospital, un día de 1967, fue tomada la foto del cadáver del Che, foto que habría de recorrer el mundo hasta convertirse en uno de los testimonios gráficos más impactantes del siglo veinte.

Cuarta parte

En la edición anterior contaba acerca de la presentación de libros en Vallegrande y del intento reiterado de boicot del propio municipio; de todos modos, con varias horas de retraso, la presentación se concretó en un salón repleto de público. Los autores, el boliviano Carlos Soria y la ecuatoriana María Garcés, resultaron ser investigadores apasionados de la vida del Che; ambos narraron interesantísimos pormenores de sus viajes y entrevistas, de sus adelantos y tropiezos, de sus hallazgos y, ante todo, exhibieron un entusiasmo inquebrantable por transmitir y compartir cada detalle de aquello que hoy forma parte de la historia.
También hablaron dos vecinos de Vallegrande que eran estudiantes en los tiempos del Che en Bolivia; contaron las persecucuciones y tormentos que sufrieron, además de pasar largas temporadas en la cárcel por su participación en diferentes reclamos estudiantiles. Cualquier asociación con "nuestras" Noches de los Bastones Largos o la posterior Noche de los Lápices no es pura coincidencia.
Terminada la presentación nos acercamos a comprarle un libro y a conversar con María, la ecuatoriana, que nos había conmovido a Tony y a mí con su vehemencia y su pasión, que no alcanzaban para ocultar una feroz timidez. Esa charla, en la vereda de la municipalidad, fue acompañada por reiterados cortes de luz, que en ningún caso lograron exasperar a la gente sino que fueron tomados con alegría, encendiendo velas y propiciando el clima para el canto y el baile en la plaza principal, en la que no faltaba un ruidoso grupo de brasileños, aunque también había mexicanos, chilenos, italianos, yanquis, españoles, vascos (difundiendo su lucha por la independencia del estado español) y gentes llegadas desde los más diversos rincones del planeta.
A propósito de los libros, ambos hacían específica referencia a la etapa de la guerrilla del Che en Bolivia; con el libro de María entre las manos, pasando las páginas con avidez y curiosidad, recordé en aquel momento mis primeras lecturas acerca de la vida del Che Guevara; yo tenía por ese entonces más de treinta años y conocía muy pocos detalles de su vida más allá de un par de datos vagos y universales y de un montón de prejuicios; lo primero que leí fue el diario de su viaje en moto con Alberto Granado y aquelló me impactó; seguí buscando información y devoré libros y más libros; en uno de ellos encontré esa pieza maravillosa que es la carta de despedida a sus hijos cuando deja Cuba. Esa carta me conmovió y sé que conmueve a mucha gente, por eso aprovecho hoy para compartirla con los lectores de El Chasqui.

Queridos Hidita, Aleidita, Camilo, Celia y Ernesto:
Si alguna vez tienen que leer esta carta, será porque yo no esté entre ustedes.
Casi no se acordarán de mí y los más chiquitos no recordarán nada.
Su padre ha sido un hombre que actúa como piensa y, seguro, ha sido leal a sus convicciones.
Crezcan como buenos revolucionarios. Estudien mucho para poder dominar la técnica que permite dominar la naturaleza. Acuérdense de que la Revolución es lo importante y que cada uno de nosotros, solo, no vale nada.
Sobre todo, sean capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario.
Hasta siempre hijitos, espero verlos todavía. Un beso grandote y un abrazo de
Papá


Quinta parte

Después de aquella jornada de la presentación de los libros y el baile en la plaza principal de Vallegrande, fuimos con Tony y María, la ecuatoriana autora de unos de los libros sobre la guerrilla del Che en Bolivia, a tomar una cerveza a un pequeño bar en el que también estaba el cantautor uruguayo Daniel Viglietti; cuando se iba lo saludamos y él se mostró muy amable, entablándose una charla con María acerca de una anécdota muy risueña ocurrida durante una presentación en la ciudad de Quito.
También se encontraba allí Jaime Jurano, cantautor de origen boliviano, quien con el bar ya cerrado tomó su guitarra y armó un pequeño recital íntimo que se extendió por lo menos por una docena de canciones; yo no conocía ni de nombre a Jurano y quedé impactado no sólo por las letras sino por la música y por su potentísimo timbre de voz; de cualquier forma lo mejor de todo resultó la entrega y la humildad de este artista, que a cada rato nos preguntaba si queríamos otra... El tipo tenía que cerrar, junto con Viglietti, el festival que habría de terminar con el Encuentro dos días después en la plaza principal de Vallegrande. No éramos en ese pequeñísimo bar más de diez personas y nos sentimos privilegiados y conmovidos por poder disfrutar de ese momento inesperado. Menos de 48 horas después, en el mismo bar, volvería a encontarme con Jaime, aunque a ese pasaje me referiré en detalle más adelante.
Tras el "mini recital", cerca de la una y con las calles desierta y en absoluto silencio, nos retiramos a descansar. A las seis de la mañana deberíamos encontrarnos, en su hotel, con unos italianos con los que habíamos compartido el almuerzo inmediatamente después de la visita al hospital de Vallegrande, más precisamente a la lavandería donde fueron expuestos los restos de Guevara en aquellas jornadas de octubre de 1967. Así lo hicimos, junto con Tony, y partimos entonces en la camioneta de ellos con rumbo a La Higuera. Llegamos temprano. Enseguida entramos en la ahora escuela-museo en la que fue asesinado el Che; recuerdo que aquello me resultó bastante "producido" y no me conmovió como sí había ocurrido, y no sólo conmigo, en el interior de ese diminuto ambiente de paredes descascaradas y llenas de mensajes manuscritos de la lavandería. De cualquier forma con los tres italianos y Tony acudimos a Mario, un paisano enorme, casi gigantón al estilo de uno de los hijos de la vieja serie "Los Beverly Ricos", para que nos guiara hasta la Quebrada del Yuro, el sitio en el que se produjo el combate en el que Guevara, con una herida en la pierna y con su arma inutilizada, fue apresado por militares bolivianos. La caminata la hicimos a paso firme (los pasos del gigantón Mario eran larguísimos) por un sendero que sale desde la ruta; el camino está poblado de higueras y de variada vegetación, aunque sin duda no da la impresión de ser el lugar más impenetrable y seguro para ocultarse. Llegamos a la piedra donde dicen se produjo el último intercambio de disparos. Después subimos hasta las ruinas de una casa emplazada en una especie de loma desde donde había un amplio panorama. Volvimos a la ruta —ahora en áspero ascenso a horas del mediodía— y subimos a la camioneta de los italianos; ellos se volvían a Vallegrande y nosotros bajamos en el vecino pueblo de Pucará, con la idea de retornar a La Higuera al atardecer, preparados para asisitir a los actos que tendrían lugar en horas de la noche.
Apenas bajamos en la plaza del pueblo de Pucará nos cruzamos con María, la ecuatorina, que se dirigía con unas amigas, en auto, hacia La Higuera, aunque con la idea de permanecer por un par de horas y regresar antes del inicio de los actos nocturnos.
Con Tony estábamos a esa altura muertos de sed y de hambre, de modo que comimos algo en uno de los puestos frente a la plaza, en medio de un clima grato de gente muy tranquila y amable.
Después de la comida vimos a una joven pareja de chilenos que realizaba malabares en la plaza y hacía jugar a los niños. Fue en aquel momento, mientras mirábamos los malabares, que conocimos a los vascos Gorka y Josú (este último, cuarenta y cinco días después, habría de visitarnos aquí en Mar de las Pampas).

Juan Pablo Trombetta

domingo, 16 de marzo de 2008

La Familia Viajera 1 y 2




Por Mariano Campi
marianocampi@lacofradia.net


El 15 de diciembre de 2005 partió de Bariloche, a bordo de un colectivo Bedford 1965 acondicionado como casa, la familia Campi - Mariño (Mariano Campi, entonces de 40 años, Fátima Mariño, de 37, y los cuatro hijos de ambos: Luna, de ocho, los mellizos Lucas y Clara, de seis, y el pequeño Gaspar, que aún no había cumplido los dos años de edad). El increíble periplo abarcó quince meses durante los cuales recorrieron las costas de Uruguay y Brasil, remontaron el Amazonas, subieron a Venezuela hasta llegar al Caribe, cruzaron a Colombia y luego emprendieron el regreso por Ecuador, Perú y Chile. Con recursos para dos o tres meses, el grueso de la travesía la solventaron con las artesanías y tatuajes que aprendieron a realizar en Brasil. El Chasqui ofrece, en entregas, el diario de viaje de Mariano Campi, un relato pleno de emoción y rebosante, ante todo, de gratitud infinita hacia esa enorme cantidad de gente que se desvivió por ayudarlos ofreciéndoles su solidaridad y apoyo en cada uno de los pueblos y ciudades por los que pasaron. Y gratitud también a su propia familia, a los amigos, y al fiel amigo Bedford.




Capítulo 1 : "El vuelo del cóndor"


Sentía cómo, cada vez con más fuerza, aparecían en mi cabeza las imágenes de una vida en lugares de mucho sol, playas, palmeras, donde no era necesaria más vestimenta que la propia piel.
Quizás extrañando la niñez en Villa Gesell, los largos veranos donde pasábamos días enteros disfrutando de las playas y el mar, tan curtidos por el sol que ya no necesitábamos ni protector, simplemente disfrutábamos de jugar en libertad, con energía como para derrochar; era imposible no usar esa energía porque brotaba con fuerza, más bien explotaba. Esos viajes a la niñez del placer me hacían tener la sensación del calor del sol sobre la piel y viajaba, entonces, desde el pasado, por el presente, hacia el futuro. Desde Villa Gesell comenzaban los vuelos imaginarios sobre Sudamérica. Yo no necesitaba entrecerrar los ojos para verme como ahora mismo lo veo mientras escribo: abro mis brazos como un cóndor sus alas, despego y comienzo a planear sobre el mar, me suspendo en una corriente de aire cálida que me eleva a la altura deseada para ver la geografía del lugar, subo unos metros más para tener una vista más amplia del contorno del continente y veo las costas de Uruguay y de Brasil, más allá, a lo lejos, un grupo de islas; el continente se hace finito en América Central, siento muchas ganas de pasar por ese raro lugar, como un niño que cruza el río caminando a través del árbol caído disfrutando del riesgo y de la aventura.
Los deseos de conocer estos lugares que existen tanto en la geografía como en mi imaginación eran cada vez más fuertes, más intensos. Mi cabeza empezaba a insistir: hay que ir para allá, esta buenísimo, hace calor, a cargarse de energía solar que es tan necesaria, más cuando se vive en Bariloche, en el paralelo 42, muy lejos del Ecuador. ¿Cómo será el sol en los 0º de latitud, sobre el Ecuador?
Un vuelo rápido por las costas donde imaginaba las playas y los lugares para conocer. Pero, ¿cómo haríamos para ir para allá, tan lejos, tantos kilómetros? Tendríamos que comprar un auto más grande para poder viajar los seis integrantes de la familia ya que en uno normal sería muy incómodo, cosa que nos dejaría con menos dinero para viajar. La posibilidad del velero había sido descartada porque no podíamos comprarlo, además de otros detalles como aprender a navegar. También se me ocurrió vender el auto y viajar en micro o en avión y comprar un auto en el Caribe... apenas si llegaríamos a comprar los pasajes, con lo cual no podríamos comprar ningún auto en el Caribe.
Gaspar tenía apenas un año, los melli, Lucas y Clara, seis, y tendrían que dejar la escuela igual que Luna, que tenía ocho; yo tendría que dejar el trabajo en la carpintería y Fátima sus clases; después estaba el perro, la casa, los clientes; mucha ausencia para volver sin un mango y comenzar desde cero. La realidad me despertaba del sueño y el sueño me sacaba de la realidad, me ponía las alas del cóndor y me proyectaba una y otra vez la filmación de las playas, la temperatura del verano, los pies sobre la arena tibia, el agua del mar...
Y bueno, tanta ausencia no era, ¿qué puede pasar en un año de verano a verano?; lo que siempre soñé, viajar por el globo terráqueo siguiendo el calor y durante todo un invierno estar en donde sea verano, maravilloso. En mi cabeza se abrió el debate y los pro y los contras se enfrentaron. Los niños faltarían un año a la escuela, les podríamos enseñar durante el viaje. Y así el cóndor en mi cabeza insistía y me proyectaba de repente a volar sobre playas, islas y mares, sintiendo el sol en el lomo; y entrecerrando los ojos por el reflejo del sol en el mar seguía imaginando el viaje envuelto en un inmenso placer y otra vez las cuentas de la realidad: muchísimos kilómetros y mucho dinero; seguíamos buscando la forma de viajar. Pensé en llevar las herramientas y cuando nos quedáramos sin plata trabajar para seguir viajando; y si no Faty con sus clases de aeróbica en la playa... yo podría laburar en el agua acompañando a los buzos o en un bar que flotara cerca de la playa, o jugando y alimentando a los delfines, o podría disfrazarme de foquita y aplaudir…
Así cada tanto el cóndor me llevaba a volar y las cuentas me bajaban a la realidad, pero no como despertándome del sueño, ahuyentándolo, sino estudiando la posibilidad de hacerlo realidad. Empecé a contarle a Faty, que escuchaba con paciencia mi acoso de ideas para hacer este viaje; al poco tiempo noté que ella también sacaba el tema, quizás algún cóndor u otro bicho semejante, como si fueran los tótem que protegían a nuestros antepasados, se había instalado en su cabeza y como el mío hacía sus apariciones cada vez con más frecuencia. También, como por casualidad, llegó el Bedford a nuestras manos. Raúl, un amigo, tenía esta casa rodante armada en un colectivo del año 1965. Nos ofreció la antigua casita sobre ruedas para dar un paseo y quedamos prácticamente atrapados en ella, enamorados, como si estuviera encantada. Desde el momento en que nos subimos al Bedford comenzó el carnaval de la alegría; manejando, cantando y jugando eufóricos como en un parque de diversiones empezó a hacerse cada vez más difícil bajar del bondi, de este sueño, de este viaje. Todos los fines de semana salíamos a probar la nueva máquina del año 65. Para los niños era como la casita en el árbol y se pasaban las tardes jugando en la casita rodante, mientras tanto con Faty imaginábamos el viaje. El cóndor ahora llegaba a mí con mucha más facilidad; feliz de la vida manejando la casita rodante le presenté el Bedford al cóndor (por supuesto sin que nadie se diera cuenta). El cóndor ya había entrado en confianza y volaba sobre nosotros, nos protegía y compartía conmigo mientras el Bedford se devoraba la ruta a 80 Km. por hora. El cóndor ahora volaba más cerca de la tierra, no ya desde el mar —descartado que fue el delirio del velero—, sino sobrevolando rutas. Las cuentas infinitas en mi cuaderno multiplicaban litros de combustible por kilómetros a recorrer; hasta dejarme muy claro que no se podría tener todo el dinero junto, en la mano, para hacer un viaje de más de un año; sería una carretilla llena de billetes, imposible… Pero el cóndor volvía a invitarme a viajar cada vez que podía sacar la cabeza de las preocupaciones y el trabajo; mientras dibujaba una fachada de una cabaña en el tablero y me distendía haciendo algo lindo, el cóndor ponía su ficha y yo comenzaba a escribir en un costado del papel: 100 km= 20 litros de gasoil /1000km= 200 litros/10.000km= 2000 litros/50.000km= 10.000 litros y... luego seguían las cuentas de la comida pero por tiempo: 1 mes 1000 dólares, no, mejor 500 dólares porque cocinaríamos en el Bedford; el asunto es que entre combustible y comida necesitaríamos unos 12.500 dólares más algo para los imprevistos del viaje, es decir necesitaríamos unos... ¡15.000 dólares! Nos resultaba imposible salir de viaje con esa cantidad de dinero ahorrada por más que siguiéramos trabajando como lo hicimos desde que se nos metió la idea del viaje en la cabeza. Después surgió la posibilidad de alquilar la casa y casi sin darnos cuenta entramos vertiginosamente a preparar todo para alquilarla y salir a andar por el mundo, cuanto antes, sobre todo antes de que la responsabilidad y la seguridad me dejaran preso por un futuro más seguro, tan seguro que no permitiera cumplir el sueño y poder hacer realidad mi viaje y el de mi familia. Entramos en el círculo vicioso donde es necesario trabajar para tener más seguridad y para mantener linda y segura la rutina y cuidar el trabajo que nos llena de estrés. Corriendo tras la eficiencia perdemos de vista las cosas que mejor nos hacen sentir. Una perfecta contradicción donde trabajamos como locos para poder viajar.
Ya estábamos concentrados en el objetivo, ninguna cuenta nos daba bien, sabíamos claramente que no teníamos el dinero suficiente para llegar a México y volver —pensábamos que podíamos aguantar unos tres meses y la casa nos ayudaría cuando se alquilara—, pero saldríamos de todas formas a la cancha, lo peor que nos podría pasar era que en tres o cuatro meses estuviéramos en casa nuevamente. Todavía no me animaba a contar la verdad a mis clientes, sólo lo comentamos con algunos amigos, que saldríamos de viaje en el Bedford el día que los niños terminaran las clases; a algunas personas que debía decirles que me ausentaría por tiempo indeterminado les dije que tenía un trabajo muy grande en Uruguay; entre el miedo y la vergüenza que me daba "escaparme" por tanto tiempo, no me animaba a decir la verdad: me iba y volvería cuando me quedara sin dinero. Y no tenía ni idea de cuándo ocurriría eso. Mientras tanto todo transcurría en un clima de risas y alegría; algunos nos felicitaban por el coraje y se declaraban envidiosos sanos; otros, en cambio, sólo podían ver la realidad y nos decían que el dinero no nos iba a alcanzar, nos preguntaban qué pasaría si se llegara a enfermar un niño en pleno viaje, si se rompiera la casa rodante, o si…
Pero nosotros estábamos enganchadísimos con el viaje, muertos de miedo y de ganas de comenzar esta aventura. Sólo sabíamos que el 15 de diciembre de 2005 comenzaríamos a rodar: partiríamos para Buenos Aires y de ahí a Uruguay, una vez allí yo intentaría conseguir algún trabajito para después continuar hacia Brasil donde se definiría nuestra suerte.


Capítulo 2: "Allá vamos"

Ya todo estaba resuelto: mi amigo Gustavo se quedaría con el perro y terminaría con los últimos arreglos en la casa; junto con Jovita, nuestra vecina de confianza, ambos se encargarían de la casa y de los inquilinos. Sergio se quedaría con el auto; a propósito, recuerdo que mientras se lo llevaba pensé que quizás habría de ser lo primero que tuviéramos que liquidar algún día para poder volver; cuando se lo comenté él no pudo aguantar la risa que le provocaba nuestra locura. También había delegado trámites y obras pendientes a colegas de confianza y trasladado los proyectos a arquitectos amigos. Los mil trámites pendientes parecían no acabar nunca.
La sensación de la salida fue una extrañísima mezcla de euforia y miedos. Una vez en la ruta la primera medida que tomé fue acerca de la velocidad: no viajaríamos a 80 Km/h sino que ahora la velocidad máxima sería de 60 Km/h para disminuir el consumo de gasoil y de aceite de motor, que a 80 Km. /h consume 2 litros de aceite… pero a esas alturas ya me negaba a hacer la cuenta de cuánto dinero necesitaríamos para no sé cuántos kilómetros de viaje.
"Allá vamos", me dije, y partimos hacia Buenos Aires, como tantas veces, sólo que en esta oportunidad, a 60 Km. /h, tardaríamos varios días en recorrer los mil seiscientos kilómetros que separan Bariloche de Buenos Aires; el ambiente era de fiesta, nos íbamos de vacaciones sin saber ni a dónde llegaríamos ni cuánto tiempo habríamos de viajar, pero estábamos felices y cantábamos excitados canciones de la cancha adaptadas al evento y alentamos a viva voz al Bedford: "Y DALE, Y DALE, Y DALE BEDFORD DALE", mientras tramitábamos una subida a 20 Km/h.
Al segundo día de viaje tuvimos que llamar al auxilio mecánico porque se rompió una correa del compresor de aire y nos quedamos sin frenos, pero el del auxilio trajo la correa que le pedimos y nos ayudó a cambiarla; ya había pasado por esto antes y Raúl me había enseñado un truco para cambiarla más rápido.
Luego de un par de días de viaje llegamos a Buenos Aires. Compartimos unos días con amigos y familiares y entre todo tipo de comentarios nos preguntaron:
—¿Llevan los pasaportes?
Al notar que con Faty nos miramos algo perplejos se hicieron inevitables las carajadas. Nos habíamos olvidado de sacar los pasaportes de los niños. El año anterior habíamos sacado el de Fátima y el mío, pero no nos alcanzó la plata para sacar los de los niños y ahora surgía este imponderable. Fuimos a la Policía Federal y comenzamos el trámite; nos dijeron que los pasaportes estarían listos en cuarenta días y entonces le dejamos los papeles a Rodolfo, mi hermano, para que los mandara a... imposible predecir por dónde andaríamos llegado ese momento.
Aquel fue el primer gasto no previsto; además, el dinero ahorrado para viajar lo comenzamos a consumir en los preparativos de la casa rodante, por lo cual decidimos salir como estábamos para no seguir gastando el dinero del viaje; no compramos ni aire acondicionado ni los repuestos que pensaba llevar, pues de lo contrario, por equiparnos mejor, arrancaríamos con menos dinero.
Buenos Aires quedó atrás y ahora mirábamos hacia Uruguay; nos dispusimos a cruzar el puente Zárate Brazo Largo y nos aconsejaron hacerlo ese mismo día porque una protesta contra la instalación de la papelera Botnia cerraría el puente al día siguiente; esto no estaba en nuestros planes porque nos proponíamos no andar durante la noche.
Llegamos a Gualeguay con problemas eléctricos y a las diez de la noche encontramos un taller de electricidad abierto; el Gringo, dueño del taller, estaba trabajando y me prometió ver el problema a la mañana siguiente a primera hora, porque estaba muy cansado y tendría que haber cerrado a las siete de la tarde. Incluso nos ofreció un lugar para estacionar y pasar la noche. El Gringo me preguntó hasta dónde íbamos y a mí me dio vergüenza decir "a México" como si fuera acá nomás. Por otra parte resultaría obvio que tendríamos que tener mucho dinero para emprender semejante viaje.
—Vamos a Uruguay, soy carpintero y me están esperando por un trabajo y cada día que pierdo estoy más en problemas —le contesté.
—Si vas a Uruguay tenés que pasar esta noche, porque mañana cierran el puente por lo de la papelera. Si te animás a sacar el alternador te lo miro ahora.
Entones por primera vez saqué las herramientas que había comprado para el viaje y que no pensaba tener que usar tan seguido. Aunque no sabía de alternadores tenía que sacarlo para poder seguir viaje o nos quedaríamos todo el fin de semana en Gualeguay. En pocos minutos el alternador estaba en el banco de trabajo del Gringo; le cambió los carbones y me lo entregó diciendo:
—Tomá, tuviste mucha suerte, sólo eran los carbones, funciona perfecto. Colocalo y yo verifico que esté bien.
Salí contento a colocarlo y cuando llegó el Gringo sólo le cambió un cable mal conectado.
Para ese momento ya entramos en confianza y me contó que se acababa de comprar una casa rodante como la nuestra, por eso quiso ayudarnos; entonces le confiamos que queríamos seguir hasta México. Como no nos quiso cobrar pese a la hora y el cansancio, le regalamos una botella de champán que teníamos reservada para año nuevo.
Pasamos la frontera de Uruguay a las dos de la mañana y como los niños estaban durmiendo ni nos revisaron; les pedimos un lugar para estacionar para pasar la noche y nos indicaron dónde.
Superamos una gran etapa, salimos de Argentina solucionando un problema que nos podría haber dejado el fin de semana parados. Nos fuimos a dormir cansados y victoriosos.
URUGUAY
Decidimos ir directo para la Paloma a visitar a David, un amigo de la infancia que estaba construyendo una posada en la Pedrera, por lo que no pasaremos por Montevideo. Luego de varios kilómetros sin estar seguros si tomamos bien el camino llegamos a… Montevideo. Nos reímos de nuestra orientación, malísima. Pero la playa estaba buenísima, era un día hermoso; nos tomamos unas horitas de descanso para meternos al agua. Inmersos en una felicidad total, jugamos sobre la arena tibia con los niños y seguimos viaje hacia el norte tocando las playas uruguayas.
La Pedrera
Legamos a la casa de David, a la posada "SAN ANTONIO"; fue un feliz reencuentro con mi amigo de la infancia; pasamos unos días en la posada y disfrutamos de la pileta y del lugar, a unos pocos metros de la playa, en medio de un bosque de acacias y pinos. David estaba con los últimos detalles para la inauguración, así que aproveché las herramientas que llevaba para ayudarlo en algunas cositas. Disfrutamos al compartir esos momentos mientras mirábamos cómo nos ha cambiado la vida en estos años; David con sus tres hijas y Maria, su mujer, viviendo en el campo/playa en Uruguay, y yo con mis cuatro hijos y Faty viviendo en Bariloche; pensar que sólo doce años atrás vivíamos en Buenos Aires de una manera totalmente distinta. Quizás para los dos es éste el primer sueño cumplido, el de vivir en un lugar elegido por su belleza y no por el trabajo o por las necesidades creadas, y construir la casa y ver crecer a la familia en un entorno mágico.
Por las mañanas me levantaba muy temprano y en absoluto silencio salía del Bedford sin despertar a nadie para aprovechar un momento de soledad y calma antes de que se levantaran los niños. Iba a la playa a nadar un poco, caminar o simplemente observar y disfrutar de ese mar con aspecto oceánico que tiene mucha fuerza y trae grandes animales muertos, o que vinieron a morir a una playa que parece más que grande, infinita. Recorría la playa intentando pasar desapercibido, para no intimidar a los animales del lugar con mi presencia. Muertos, un lobo marino enorme y una tortuga de un metro y medio de largo estaban descomponiéndose a orillas del mar, pero la naturaleza vivía, lejos de la civilización, con los pájaros comiéndose a esos animales; nada tenían que temer, estaban en su casa, aún a salvo del progreso, aún a salvo del hombre. Más tarde llevaría a los niños a ese museo de la vida al natural.
Se aproximaba el fin de año y llegaron a pasar las fiestas los padres y los hermanos de David, a los que hacía tanto tiempo no veía; la fiesta de fin de año se transformó en familiar y nos divertimos mucho acordándonos de historias de nuestra adolescencia y riéndonos de nosotros mismos en aquellos tiempos.
Nuestro viaje debía continuar. Nos despedimos de los amigos deseándonos mucha suerte mutuamente, ellos con su nueva forma de vida y su nueva posada y nosotros con el nuevo sueño por cumplir.
Todos nos deseaban mucha suerte pero no podían evitar la risa que les provocaba nuestra gran energía y la poca preparación que teníamos con respecto a todo. No sabíamos las rutas, no teníamos una gran cantidad de dinero, un vehículo del año 1965, no teníamos los pasaportes, no sabíamos cómo se cruza el Amazonas y, sobre todo, cuando nos preguntaban algo muchas veces no sólo no teníamos la respuesta, sino que en ese acto nos acabábamos de enterar de lo que nos hablaban. Esto es lo que hacía que la gente siempre buscara la manera de ayudarnos; en realidad necesitábamos tantas cosas que siempre nos podían ayudar con alguna información, más que nada de las rutas que tendríamos por delante; ahora sabíamos que hay mucho movimiento entre Belén y Manaos, en Brasil, en el caso en que decidiéramos navegar el Amazonas en vez de ir por las Guayanas siguiendo el contorno del mar.
A cada paso que dábamos aprendíamos un poco más sobre lo que vendría más adelante. En cada lugar nos informaban perfectamente acerca de aquello con lo que nos toparíamos en los próximos kilómetros y, si bien no podíamos tener demasiada información de las rutas mucho más al norte, siempre sabíamos lo que habría de seguir en lo inmediato.

Archivo

Correo de lectores

Sr. Director:
Hemos elegido la costa atlántica para vacacionar, priorizando un embarazo que comienza, optando por tranquilidad, bosque, pinos y mar. Por lo que reservamos en un Hotel de Mar en Las Gaviotas, al lado de Mar de las Pampas. No dejamos de sorprendernos cuando pagando por media pensión, nos encontramos con que la cena era sólo un plato principal, sin entrada ni postre (como es de suponer, la bebida nunca se incluye en un hotel). ¿Por qué siempre queremos aventajar al huésped, y ante la queja y como de favor, incluyen sólo una entrada (ej. Dos rodajas de jamón y una de queso en plato de postre)? ¿Cuándo será el día que optemos por veranear en nuestro país por sentirnos satisfechos con el servicio y la atención? Debo reconocer que el hotel cuenta con lujosas instalaciones, lounge, pileta, habitaciones con vista al mar, pero no se condice con la penosa y poco pretenciosa atención que hemos recibido. Ojalá tomen en cuenta nuestros comentarios para que entiendan definitivamente que quienes trabajan en turismo deben capacitarse y no hacer favores… hacer servicio.
Silvina y Christian, de Buenos Aires
* * *
Tucho I
Sr. Director:
Muchas gracias por la publicación del cuento del querido Hugo Rey. Aunque ésta es una visión absolutamente parcial, quiero decirte que el cuento del querido Hugo me dio envidia: acabo de descubrir que Hugo, en su recuerdo a un
grande de verdad, "El Tucho Mendez", se presenta como llevado por la manito y de pantalones cortos, caray… en esos años yo, a mi vez, ya andaba por los 14/15 años, ¿qué quiso señalar el autor? ¿que fue un pibe? ¿solazarse de los mayores como yo?
Quienes pudimos disfrutar la TRIPLE CORONA, 49/50/51, y Méndez, que en esa época jugaba de insider derecho o peón de brega, hoy Nº 8, un estratega en aquellas tremendas delanteras, Salvini, Méndez, Bravo, Simes y Sued ó Boyé, Méndez, Blanco, Simes y Sued. Qué tal con el Tucho, manejaba los hilos conductores de esos monstruos del fútbol. Apenas salieron tres años seguidos campeones… y segundos al cuarto.
Cuando ejecutaba un penal — y tiraba todos los que le cobraban a favor a la Academia—, nada de tomar carrera: se paraba inmediatamente detrás de la anaranjada y movía su pierna y pie como si fuera un muñequito de metegol, la pelota viajaba rauda a cinco centímetros del suelo y besaba alguno de los dos postes (el que elegía), antes de provocar el estallido en la red. Un poema…
Al Tucho, hasta hace pocos años, se lo veía en todos los partidos que jugaba Racing de local, en las plateas del Cilindro de Avellaneda; luego se fue...
Muchísimas gracias a Hugo por disparar algunos entrañables recuerdos, y además
por saber al fin quién era el pendejo que se sentaba en la tapa del túnel del vestuario local…
Hugo, un Académico abrazo, de quien mucho te estima,
Esteban Pallavecini
* * *
Tucho II
Sr. Director:
A raíz de la publicación de "Tucho Méndez" llegué a la conclusión de que si bien Hugo Rey tardó bastante en convertir su primer penal, tal vez la demora fue el costo para que en el resto de su vida no dejara de hacerlo.
Penales cotidianos hechos en variadas formas. Raras también. Más allá de la remembranza del extraordinario número ocho, cuyas hazañas deportivas merecerían mucho más que una página, Hugo pintó sensaciones y costumbres de toda una generación. Recuerdos familiares comunes que se unificaban en la cancha —nunca estadio— donde los cantitos, aún frente al más enconado rival, competían en busca del tono burlón. La gracia y la ironía se pretendían por sobre la agresión.
La moto, el viaje, el empedrado, las imágenes de Rey, me obligan a volar hacia otras figuras del paisaje dominguero como eran la incomodidad del camión o el lujo de la bañadera. Y también vienen a cuento aquellos que tenían la gracia divina de ir hasta Avellaneda (para el lado de aquí, el de allá es para cualquiera), junto a otros iluminados en el tranvía 22.
Con demora a veces, porque era necesario sacar el "troley" dando tiempo a que subieran aquellos otros que venían corriendo con bandera y camiseta. Y enseguida, concluida la solidaridad, en el estribo o en el techo —entre gritos y silbidos a la infaltable señorita que siempre pasaba por la vereda con suegra y todo— seguir surcando las vías al costado del pastito divisor entre la ida y la vuelta. Tipo boulevar, era "la Mitre". Y, émulos del Tucho, del crack con el más veloz "pique corto con pelota al pie" que recuerdo, trotar las cinco cuadras hasta el templo para ver un cacho de tercera. El intervalo con "la reserva", era el momento en que los previsores recurrían al de milanesa que portaban desde la casa. Los que no, se acercaban hasta el triciclo verde del almacenero, donde las pizzas, las unas sobre las otras, esperaban a los hambrientos poco tilingos que no hicieran demasiado hincapié en la carencia de muzza, o en el exceso de moscas. No había otra solución en esa época, el de chorizo —no choripán, invento cordobés aún lejano— era un plato gourmet sin difusión.
¡Había llegado la hora! Sólo en el ritual faltaba anudar las cuatro puntas del pañuelo sin importar que estuviera nublado. Ceremonia que extraño, a pesar de aquella vez que se jugaba al lado, de visitantes en nuestro baño de servicio, y me tocó en el escalón de abajo un señor que, razonablemente, no quiso perderse el juego aunque —se advertía a simple vista— llevaba varios días soportando un hidráulico resfrío.
Señor Director, celebro con entusiasmo la publicación de "Tucho Méndez" porque si bien añoro por otras causas la década del 60, estoy seguro de que rememorar la magia de los 50 hará erizar a sus lectores. Emoción generalizada que todos sentirán, aunque algunos —pobres— la recuerden disminuida.
El cénit del éxtasis —Norberto Méndez fue un lujoso peldaño— por siempre se aloja en Colón y Alsina.
En el Cilindro.
Horacio Taranco
Buenos Aires, Marzo 2008
* * *
A LA COMUNIDAD HOTELERA DE VILLA GESELL Y MAR DE LAS PAMPAS
En el mes de diciembre del 2007 realizamos, con mi esposa, una reserva en el "APART CAREYES VILLA DE MAR" en Mar de las Pampas, lugar que amamos profundamente.
Reservamos una habitación doble, con vista al mar, ubicada sobre los médanos.
Dicho apart promociona una serie de servicios, como 2 (dos) piscinas climatizadas, y un spa muy completo, entre otras comodidades.
Al llegar, aún no era hora de alojarnos, entonces abonamos el 50% restante y sin ver la habitación fuimos a almorzar, regresando a las 14.00 hs.
Gran sorpresa tuvimos, cuando comprobamos que la misma (habitación) era en el segundo piso, al fondo del
complejo y con vista lateral a 2 (dos) árboles de costado. De hecho, esto no era lo que nos habían prometido; en consecuencia, y después de una larga protesta, nos prometieron cambiarnos a una habitación un piso más abajo y con mejor vista, nunca al mar, si es que la pareja allí alojada, estaba de acuerdo con el cambio.
Así fue que después de esperar una hora y no tener respuesta, resolvimos ponernos la malla y disfrutar, aunque más no fuera, de un baño cálido en la pileta, por supuesto sin desempacar el
equipaje.
Pero no pudo ser, el agua estaba fría, muy fría. Según los pasajeros alojados hacía más de una semana, nunca estuvo climatizada. Según la gente del apart, ésa era una eventualidad producida por los fenómenos climáticos, como así también era otra eventualidad que el SPA, que recorrimos a nuestra llegada en un "TOUR AL PASAJERO", estuviera "CLAUSURADO", cosa que omitieron decirnos en el tour.
Ante todo esto, nos dirigimos a la gerencia, para pedir el reintegro del dinero, pues el lugar, "no nos estaba entregando lo que habíamos pagado".
Bajamos (solos) el equipaje al lobby y esperamos la devolución del dinero.
Después de 2 (dos) horas de discutir, nos devolvieron el monto pagado al ingresar ese DÍA y después de 2 (dos) horas más de discusión, el gerente firmó en la factura 1-698 que el dinero abonado por seña, o sea el otro 50%, lo devolverían en BUENOS AIRES, pues había sido depositado en un banco de Capital.
Eran ya las 20.00 hs. cuando pudimos salir de allí, y con la buena voluntad y predisposición de gente de otros aparts nos consiguieron dónde pasar la noche.
No podemos dejar de mencionar los nervios, la suba de presión y la frustración que nos produjo el haber programado nuestro descanso de una semana con tanta meticulosidad y antelación y encontrarnos en esa situación. El domingo 10/02/2008 a la mañana, fuimos a la Secretaría de Turismo en la avenida Buenos Aires, de la Municipalidad de Villa Gesell, en donde dejamos radicada la denuncia correspondiente. (Fórmula de denuncia Nº 200), en estos mismos términos, la cual nos dijo la persona que nos atendió, será remitida a la Sociedad Hotelera.
Con una magnífica disposición, inmediatamente se comunicó con algunas personas para encontrarnos alojamiento, con suerte para nosotros, pues encontramos un sitio maravilloso como son las cabañas "El Mar", lugar bellísimo, en el que pudimos disfrutar de la vista increíble del mar y la comodidad de un departamento muy bien equipado, y en donde encontramos una gente verdaderamente maravillosa, que entendieron rápidamente nuestra situación y nos brindaron todo su apoyo no sólo moral sino también nos permitieron disfrutar de nuestras vacaciones pagándoles sólo el 50% de nuestra estadía, ya que no contábamos con el resto, el cual les remitimos inmediatamente al llegar a Buenos Aires.
Después de mucho luchar por lo que nos correspondía, logramos bajo amenaza de envió de carta documento que el 29/02/2008, nos reintegraran nuestro dinero.
Espero que esta denuncia sea informada al público para que no seamos más engañados por propagandas y personajes que lo único que consiguen es dar mala fama al turismo argentino y especialmente a Mar de las Pampas.
Atte.
Eduardo Glot
L.E. 4981317
* * *
Prohibido Prohibir
Hola Gloria, Juan Pablo y Cía.: Enorme placer en saludarlos. Lamento no haberlos conocido personalmente durante mi reciente paso por Mar de las Pampas. Estuve allí entre el 10 y el 15 de febrero invitado por un amigo. Me hizo acordar al Pinamar de hace 30 años. ¡Qué maravilla!, por favor, traten de conservarlo así, no permitan que avancen el cemento ni los autos. Justo el último día me regalaron un ejemplar del periódico (el N 77 de Abril del 2007). Felicitaciones y gracias por el informe Cortázar. Comparto lo expresado por Juan Pablo en su editorial "Volver. ¿Veinte años no es nada?" y también la tesis del cacique Cuatemoc sobre "La deuda eterna". En sintonía con dichos puntos de vista alternativos u opuestos a la masividad les envío lo siguiente: El martes (19/2/08) precisamente en el programa La Mañana de Víctor Hugo Morales, la Sra. Elisa Carrió dió una clase magistral sobre producción y tráfico de drogas. El didáctico informe incluyó cifras de las cuantiosas ganancias que obtienen los partícipes del negocio. A mi entender resultó tan apologético que más de un oyente debe haberse tentado a involucrarse en el ramo. Cabe mencionar un pequeño/gran detalle generalmente soslayado cuando se discute el tema: como cualquier otro mercado, el de las drogas también está sostenido por los consumidores. Si éstos se retiran, se acaba el narcotráfico. Por lo tanto, para resolver el problema hay que dirigirse a ellos. Sin prohibiciones, con formación, educación, información, persuación, convencimiento, libertad, responsabilidad y la asistencia que requieran. Imbuirlos de que "la salud es todo porque sin ella todo lo demás es nada". Si pese a ello insisten en intoxicarse, ejerciendo a pleno el control y autoridad sobre sus propias vidas, que asuma cada uno las consecuencias de sus respectivos actos.
Estimados, sé que mi postura es políticamente incorrecta. Entre otras cosas, atenta contra el negocio de los narcos y el de las autoridades, que de un lado cobran por impedirlo y del otro son remuneradas (sobornadas) para permitirlo. En el artículo adjunto (Prohibido Prohibir, que aparecerá en el próximo número de El Chasqui) amplío lo hasta aquí expuesto.
Agradeciéndoles la atención, me despido, espero que hasta muy pronto. Un abrazo.
Eduardo Guiraud