viernes, 11 de abril de 2008

Crónica de un delirio

Ofrecemos un fragmento, tomado al azar, de una novela inédita de Juan Pablo Trombetta.

Julio se despierta tratando de recordar un sueño. Apuntándole al centro del inodoro siente el cosquilleo que precede al momento en que uno está a punto de acordarse de algo, está en la punta de la lengua, a punto de surgir pero se demora, difusamente sabemos de qué se trata pero falta el golpe, ese sacudón a las ramas del árbol para que caiga la alta fruta madura. Gira para lavarse las manos. Se está por acordar. Cepilla con fuerza los dientes y salpica el espejo, escupe la mezcla manchada de rojo por culpa de las encías. Se frota la cara con la toalla. Decide salir de su departamento. Le recorre el cuerpo la inminencia de una explosión (como la explosión aliviadora del orgasmo, igual que la idea que tratamos de recordar con esfuerzo inútil y de pronto estalla, sale de su cárcel y se tropieza con la libertad, se esparce). Ya está en la calle. Y por fin consigue acordarse. Allí estaban el largo pelo negro, los brazos finos, la cama tibia. Y una cuerda.
Cuando terminó ese repaso que hacemos de los sueños cuando los sueños son embriagadores, cuando dejó de rumiar sus pensamientos como hacía siempre que caminaba solo, se encontró en los bordes mismos del Riachuelo, es decir en medio del yuyal y los montones de desperdicios y las pequeñas ondas de agua espesa lamiendo el piso sobre el que él estaba de pie, ausente, ajeno y sin tener la menor idea de cómo había llegado hasta allí. El temblor de las aguas, el pegoteo del barro y los olores nauseabundos no lograron sin embargo alejarlo de allí. Se hincó, en cuclillas, e imaginó los viejos navíos de los conquistadores españoles surcando ese mismo riacho pestilente. Sabía que habían pasado por allí. Sabía que un pedazo de historia había atravesado el Riachuelo y estuvo a punto de perderse en nuevos e infinitos delirios. Lo salvaron unos bocinazos y otros ruidos ensordecedores. Se puso de pie y abandonó aquellas orillas. Trepó por el terreno escarpado. Estaba del lado de Valentín Alsina, de modo que cruzó el puente y volvió a Pompeya. Caminó y caminó.
Unas horas después estaba sentado en un bar que no era el del gallego Antonio. Pidió un café fuerte. Tomó el sobre de papel amarillo, lo golpeó dos o tres veces contra la mesa de madera y después lo cortó por uno de sus vértices; derramó el contenido en forma de lluvia sobre el café negro, que humeaba; repitió el gesto con otro sobre y recién entonces revolvió enérgicamente mientras escrutaba con ojos atentos cómo el mozo pasaba un trapo de rejilla sobre el diario que un gordo leía en la mesa de al lado; el gordo tenía un vaso lleno de vino blanco y masticaba un sándwich con ordinariez. Julio dejó la cuchara sobre el plato y contempló la espuma. Aspiró. Miró a su alrededor, reparó en el murmullo. Dio un primer sorbo corto, rápido. El café estaba muy caliente. Pensó en tomar agua y advirtió que el mozo traía una jarra y un vaso.
—Gracias.
El mozo no contestó. Julio volvió a mirar a su alrededor y a través de los cristales de las ventanas. Vació el pocillo en un trago y balbuceó algo —quizás quisiera pedir el diario— pero se arrepintió. El mozo retiró el vaso sin vino del gordo y se alejó hacia la barra. El trapo de rejilla colgaba en el mismo brazo con que sostenía la bandeja. Julio extrajo unos papeles del bolsillo y se puso a escribir.
Dolores
Por momentos no distingo si estoy a orillas del Riachuelo o paseando por el Sena, a punto de abordar un tren de Madrid a Barcelona o un colectivo de Pompeya al centro de Buenos Aires; ideas e imágenes acuden a mi mente en planos simultáneos. Es difícil determinar el límite donde se rozan el tormento y la liberación. Todo es tumulto, revoltijo, vibración constante que a veces encuentra salida y a veces no. Cómo explicarte esa cortina que se derrumba de pronto, esa oscuridad instantánea que me lleva de la euforia a la depresión en una medida de tiempo que sé que no existe; y en esa fracción comprender que volverá la euforia, retornará la depresión y renacerán estos padecimientos intransferibles; y antes de restablecerse el circuito correr a este papel y escribir hasta quedarme sin fuerzas y sin aliento. Alcanzo a sentir la indulgencia de los que me rodean aun cuando no logre conectar mi realidad con la circundante y mi mundo se descalabre como un castillo de naipes, se retuerza y me conduzca a los bordes de la locura mientras escribo para nadie y me pregunto: ¿en qué órbita fuera de toda dimensión se despeñan de súbito nuestras emociones?
Agotado el impulso que guiaba la lapicera, Julio soltó un respingo y estrujó el papel. Pagó el café y salió del bar.
Lo tiré al suelo y no lo destruí porque conservo la ilusión de que alguien lo levante, lo desarrugue, lo lea, aunque este papel no llegue a las manos de Mariana; no puedo comprender qué mecanismo genera en mí estas sensaciones al pensar en que quizás un ser anónimo lea esas líneas dirigidas a Dolores y que ella no va a leer, ni siquiera se va enterar de su existencia, como tantas cosas que ocurren alrededor de nuestras vidas y no nos enteramos, no sabemos que están allí, que alguien escribió una carta que no se atrevió a mandar, o que mandó pero el correo local la perdió, o quizás la perdió el cartero que tendría que haberla entregado; o se mojó ante una lluvia imprevista; o puede haber ocurrido que uno de los carteros (el de origen o el de destino) haya sido asaltado; o que la carta se consuma en un fuego accidental o en un fuego encendido para quemarla; también puede ser que esa carta navegue por uno de los arroyos entubados, en medio de ratas y otras alimañas debajo de una de las avenidas de la ciudad; o que haya caído en una zanja a la vera de una ruta solitaria y se pudra con la lentitud de la yerba mala. O acaso esa carta sea leída, o esté siendo leída en este preciso instante, como puede estar ocurriendo con ese papel estrujado que acabo de arrojar, con esas líneas para Dolores, con esa ilusión absurda, con esos ojos de alguien que ahora se agacha, recoge del suelo ese bollo de papel, lo desarruga con cuidado.
Estoy perdido en el laberinto. Desespero por aferrar la cuerda que a través del tiempo y de Dolores me tiende Ariadna.
Julio se revolvió en la cama, metió la cabeza debajo de la almohada para huir del haz de luz que lo perseguía desde el único resquicio que dejaba la cortina. —¡Alfil por caballo! —se oyó gritar enroscado en la almohada, con los ojos abiertos, el tablero deshaciéndose en el aire, las piezas huyendo hacia todos los rincones. Quedó sentado, la boca pastosa, el gusto rancio. Prefería sacrificar los alfiles con tal de anular los caballos rivales que se convertían para él en verdaderos mecanismos de tortura. Por eso había que hacerlos desaparecer rápido. Poco importaba que el gallego Antonio le insistiera que los alfiles eran más importantes para los finales. Todavía sentado en la cama prendió un cigarrillo; de pronto fue como si el tablero se hubiera recompuesto frente a él y las piezas volvieran desde los rincones. El cigarrillo colgaba de los labios mientras el humo se empeñaba en formar una nube espesa encima del campo de batalla, igual que las nieblas matinales que oprimen las dársenas de los puertos; puso la cara entre las manos y vio cómo dos caballos lo miraban con el brillo de la carcajada perversa. Se cruzaron movimientos rápidos hasta que por fin gritó: —¡Alfil por caballo! —y cayó la pieza blanca fuera del tablero al costo del alfil negro y de un peón. Pero quedaba el otro. Estaba el otro. A través de la ventana entreabierta llegaban el murmullo del mediodía, las sirenas, los gritos, las esperas; todo era un vértigo y una agonía, un retroceso y un avance, una casilla despejada y una jugada imposible. Julio tenía los ojos inyectados de sangre, las manos húmedas, un barullo de latidos en el pecho; un caballo de las blancas reía y acechaba desde el tablero, el otro, desde sus mortajas y su presencia inaudita; el resto de las piezas pasaba a un segundo plano y entonces sobrevino la avanzada de los peones; cayó acorralado y sin escape el otro alfil a cambio de nada. La dama oponente empezó a florearse mientras la propia luchaba por un refugio; torre por torre y las negras cada vez más indefensas; el humo, las risas, los relinchos siniestros. Los movimientos de las negras eran ahora manotazos con la esperanza centrada en el error rival; las blancas parecían escupirle risas de fuego como el demonio que irrumpía en las masturbaciones de Julio en su adolescencia. El hilo de luz, la pizca de viento y las esperas compartidas llegaban desde afuera pero no el auxilio para evitar lo inevitable. Muerta la reina de las negras aquello no fue sino un simple regodeo para los dioses de la humillación y el escarnio; Julio, retorciéndose, exhalaba los alientos del alcohol y no paraba de insultar a los caballos; una y otra vez gritaba: —¡Alfil por caballo! ¡Alfil por caballo! —hasta que cayó de la cama. Por el golpe o por el estruendo que provocó el golpe contra el suelo, las piezas y el tablero se desvanecieron en el acto; Julio se incorporó con dificultad y fue a los tumbos hasta el baño; sosteniéndose con una mano en los azulejos de la pared apuntó al centro del inodoro pero igual salpicó la tabla y las baldosas del piso; sin sacudir ni lavarse las manos salió bamboleante; mientras caminaba desfilaron ante él Napoleón con una medalla en las manos, Ariadna y el abuelo Tito y el loco Houseman. Se sentó en la cama con los ojos rojos y el corazón a los golpes. Revolvió como pudo entre la maraña pantanosa de una antigua lucidez: —¡La novela! —gritó. Corrió a la Olivetti, tomó una hoja, la enroscó en el carro, encendió un cigarrillo empezado, se puso a golpear las teclas.

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