Implosión (carta publicada en Junio de 2011)
Por ajustarse a diversas situaciones a narrar, «El dedo en la llaga»; «De eso no se habla»; «Sucesos y pesadillas »; «Vergüenza ajena»; «El gato que no fue maula»; «Nunca es demasiado tarde, fueron los primeros nombres que se me ocurrieron para presentar las siguientes inquietudes que, sin dar respiro, me dieron vuelta. Aunque la solemnidad es un don del cual carezco, en esta ocasión la falta viene fenómeno. Será mejor distender el texto. Al final de cuentas no sólo se irán desesperaciones, albergarán una luz al final del tubo destellante. No porque dicen que así se anuncia la muerte que sin dudas andará presidiendo todo, sino por la esperanza de colocar una especial aguja en el pajar del futuro pesaroso que siempre abrumará. Aunque me suene mal por tratarse, apenas, de mi propia experiencia ante tanta desventura ajena, opté por llamarlo Implosión.
Se ajusta a la verdad. Así fue. Estallé por dentro, y precisé de varias horas para que el inicial revoltijo de tripas y corazón dieran espacio a la razón.
Y luego a la esperanza.
Que el dedo en la llaga causara su efecto removedor. Los detonantes, en emoción pura, fueron el periodista Alfredo Leuco en el programa del 1 de abril, que se trasmite por radio Continental y conduce Fernando Bravo, y a continuación una nota hecha a un veterano de guerra que fue realizada por los mencionados y el resto del equipo. La consecuencia fue que mi viaje por la ruta 11 (algo más tranquilo por carencia de radares) debió ser interrumpido por el alboroto creciente que requería de algún descanso. Un poco de paz. El choripán de pan de campo, sin miga, ni siquiera recibió el habitual rocío de chimichurri. Indemne, demostró haberse pedido por inercia. Su «salvación» dio testimonio de que la prioridad era otra. Digamos que el pensamiento…
También podría dar fe, acerca de la abstinencia, la amable dueña del lugar que me preguntó «si me sentía mal» y no supe qué contestarle. Cómo explicarle el click. Cómo contarle que recién había escuchado detallar una serie de cosas que durante años en la intimidad me salpicaron confusas y, por no poder precisarlas, nunca las ordené ni tampoco expresé. Cómo decirle que en las horas interminables de charlas de café que llevo consumidas (de aquellas típicas que cuando por fin en la madrugada encuentran su final sin llegar a conclusión alguna, igual -y sólo servirán como resorte para la similar noche siguiente), jamás se tocó el tema de Malvinas con cierta profundidad. Apenas adjetivos condenatorios. La guerra etílica y nada más (Como descargo para los contertulios, puedo afirmar que resulta muy difícil analizar un disparate. No un despropósito, detrás la intención existía). Aunque sé que igual no alcanza como justificación, la verdad generalizada era que salvo en misas, recordatorios o discursos, de eso no se hablaba. De eso no se habla. Sí recuerdo que durante dos noches de ésas sin final, apareció el tema. En la primera de ellas, de manera tangencial, como de rebote: Estábamos divagando -mucho más no se podía esperar conforme rutina y protagonistas- acerca de los cantos de sirena. Cantos de sirena vapuleados y ponderados. Los unos y los otros tenían mucho que decir y defendían sus posturas con particular entusiasmo. Como si quisieran anticiparse al fin del mundo que ya estaría por ocurrir. Con urgencia ¡Había que definir las bondades -o no- de los cantos de sirena! Sin embargo, la algarabía típica que predomina cuando se discuten cosas que no importan y todos lo saben, la diversión, ¿intelectual?, fue abruptamente cancelada. Teófilo, impostando la voz como para que sonara ajena - como de la mesa de al lado tal vez- con algo de temor y mucho de disimulo, al pasar, decayendo en decibeles el tono de voz en sostenido degradé a medida que avanzaba la frase, simplemente dijo: -Cantos de sirena. Como Las Malvinas, ¿viste? Luego de que sucediera uno de esos silencios que no son mensurables a ciencia cierta, Giovanni
(es el día de hoy que no sé si pretendió retomar el pelotudeo o, imbuido con la cuestión de las habitantes de los océanos, se mandó una metáfora náutica en parecido sentido), dijo: -Cuando sopla mucho viento hay que saber arriar las velas. Si dejás la mayor puesta, es posible que termines boludeando por el espacio. Para siempre. Y nada más. En ese momento me pareció que Gabriel quiso acabar con el tema. Sin gesto, sin ademán, sin rictus, monocorde, dijo: «Basta por hoy. Ya es tarde.
Mañana hay que levantarse temprano. Tengo una fija en la primera de San Isidro».
Al día siguiente confirmé el diagnóstico sobre la verdadera intención. El matungo llegó a 12 cuerpos del anteúltimo y sólo lo jugamos nosotros.
La otra vez que escuché alguna referencia (mucho más concreta como se verá) fue al comienzo de un fin de semana «largo». Gabriel que recién llegaba a la mesa, comentó indignado: -«¡Cómo puede ser que sigan dando la serie «Combate» por televisión. Es una afrenta al buen gusto!» Los presentes, cinéfilos todos, naturalmente estuvieron de acuerdo sobre las calidades. Yo también agarré para el lado del género y dije: -«Hay películas de guerra buenas... Apocaliip…» Interrumpiéndome, la respuesta de Gabriel enseguida puso en evidencia mi error de interpretación: -«Pelotudo. No hablo de cine. Es por la guerra. Inhumana por donde la mires. Se necesitaría un árbitro. Que resuelva quien tiene razón y listo ¡Gana!» Pretendí tomarlo para el churrete: -Llámalo a Fabio Serpa que te consiga un referí Marciano. O tal vez mejor de Saturno. ¡No me vengas con organizaciones mundiales. Todas son políticas y defienden intereses…! Además el tráfico de armas... No sé si Teófilo salió a apoyarme cuando dijo: -«Lo mejor es que se junten los Presidentes y tiren la moneda. Cara o seca... y a otra cosa».
Empero la cosa venía en serio.Gabriel, más que ofuscado, nos dejó con la boca abierta y el corazón latiendo por demás. Después de golpetear la mesa, casi a los gritos, en tono de reto se explicó -Hoy debería ser como para muchos eran antes los Viernes Santos… luto y recogimiento... ¡qué feriado ni feriado! Las rutas están llenas de gentes que se van de joda. ¡algo de respeto señores! Para todos aquellos que sin ton ni son pusieron el cuerpo ¡y así quedaron!» Los que pudieron zafar... claro. Recuerdo que miré el almanaque -2 de abril- me agarré la cabeza. Fui desconsuelo, vergüenza, estupor, impotencia, sorete. Como la garganta era un solo nudo, apenas pude asentir con la cabeza cuando Giovanni, ampliando el concepto, avaló a Gabriel -«La verdadera efemérides que merece un festejo fue el día que terminó todo».
Acto seguido, sin pretender dorarle la píldora a Gabriel, consustanciado de veras y tal vez incorporando al inconsciente la semilla que hoy germinó, perfeccioné la idea: «Los sucesos terminaron para todos. Pero para los que pusieron el físico, la mente, el corazón, el alma, continuarán como pesadillas irreversibles». Algo mejor, iniciado el proceso de elaboración de lo recién escuchado, de los recuerdos mechados y de mi propia conducta, quise pagar. Sin embargo, la señora que me atendió -por su proceder deduzco que era la dueña- nada de adición, sólo me trajo un vaso de agua. Dijo que se me veía pálido, seguramente con algún problema, y por eso no había comido ni bebido. Como típica e inevitable consecuencia de un almacén de campo, casi en la nada, donde a cada cliente se lo pretende como oreja, agregó algo sobre su soledad por reciente viudez, el posible cierre del negocio, y algún bocadillo proselitista para las próximas elecciones. Omito la referencia puntual porque el candidato sugerido está en las antípodas de mi pensamiento, pero, más allá de la fantástica actitud de la patrona y de la comunión inmediata entre ambos, rescato -debo hacerlo la escasa importancia que tienen opiniones diferentes ante la grandeza que se consigue cuando las sensibilidades entran en sintonía.
Como había olvidado las llaves del auto sobre la mesa regresé a buscarlas. Esa segunda vez me despedí con un beso. Consciente de mi desconcentración, como piloto manejé con mucho más cuidado que el habitual. Como resulta fácil de suponer a esta altura del relato, tenía la cabeza revuelta por sensaciones que partían hacia todos lados. La única constante que reaparecía kilómetro a kilómetro era de eso no se habla, mezclándose con los horrores de la guerra que no vale describir. De ellos han dado escalofriantes detalles tanto la literatura como la numerosa filmografía donde los menos malos varían tanto como las diversas geografías. Lo mismo ocurre con las dramáticas vivencias de los protagonistas, y también sobre las físicas y síquicas consecuencias posteriores. Acerca de varias de las cuales, seguramente, coincidirán siquiatras, sociólogos, médicos, sicólogos, y hasta antropólogos, por más que pertenezcan a las escuelas más contrapuestas. Prefiero concentrarme para gambetear el manoseado concepto de que la realidad supera a la ficción, pero no puedo. Es así, la imaginación nunca dará para tanto... Varios de los participantes del programa radial –increíblemente también el veterano de guerra narró que a varios de sus compañeros les sucedía lo mismo- confirmaron el silencio colectivo que hoy, apesadumbrado, tildo de irrespetuoso para los que fueron. Los del garrón, los que sufrieron y sufren sin pausa. El escuchar que ni siquiera los protagonistas -en verdad sólo partenaires por diferencias en el armamento, entrenamiento, equipos, etc.- hablaban del tema, enseguida me hizo pensar que si la cuestión nunca fue charlada lo suficiente, era imposible que fuera comprendida como para buscar definiciones sobre lo único que -apenas- puede ser mejorado: Compensar en la pequeña parte que resulta posible y poner en el sitial más alto de la deuda interna a los veteranos de guerra. Los mismos que ante un reclamo -obvio que muy justo- a una sociedad que enfrenta «piquetes» de todo tipo y colores, además de todo deben sufrir la indiferencia colectiva. Incomprensión con mayúsculas que no se justifica aunque en muchos casos sea provocada por una especie de pudor. Suerte de vergüenza ajena que a veces deviene en conductas despreciables. Mecanismos incorporados por muchos que me ponen los pelos de punta, y durante ese cosquilleo revivo aquella mañana en Provincia Unidas y General Paz donde se estaba reuniendo un grupo de veteranos de guerra y desde un colectivo varias voces les gritaron: ¡Vayan a laburar! Amargado por el recuerdo regreso al programa radial de marras donde el veterano contó que durante un combate nocturno su sargento quedó herido sin resguardo y, tirado en el piso, intentó tomar el arma que se le había caído. En ese momento un disparo le atravesó la mano que procuraba asir al fusil. Sucedió que el tirador lo consideró tan solo un adversario y no lo quiso matar. Tal vez simplemente por profesional, buen tipo que quiere evitar sentirse el gato maula jugueteando con el mísero ratón. O quizá por un rasgo inferior de humanidad: aquel que proviene de la soberbia de saberse inmune, cuando le parece que le tiran con hondas...
En forma instantánea recordé a Ricardo Piglia -Blanco Noctur no- cuando cuenta que dos de los protagonistas de la novela, recorriendo en camioneta un campo por la noche con su potente busca huellas «enfocan a una liebre que queda paralizada; blanca; quieta; entregada; atónita; una aparición en el medio de la oscuridad que, bajo el haz de luz, es tan solo un blanco en la noche» y hace una llamada al pie de página referida al diario de The Guardian que dice: «... los soldados ingleses estaban provistos de anteojos infrarrojos que les permitían ver en la oscuridad y disparar sobre un blanco nocturno...
Como una cabeza revuelta da lugar a que la fantasía la recorra con velocidad propia de la fórmula 1, me ocurrió que partiendo de una miscelánea sobre la vida de Clarice Lispector, hecha por Juan Forn y publicada en El Chasqui, donde aparece una de esas simpáticas frases de las cuales uno se apodera y seguramente -sin intención a lo largo de la vida de alguna manera la plagiará («...a los 22 de casó con un diplomático y estuvo 20 años cumpliendo ese triste papel»), pasó que, como no podía ser de otra manera dentro del lúgubre alboroto mental, me apareció «20 años no es nada» y entendí que no sólo 20 años no son nada como para ir a combatir, tampoco son nada para olvidar los diversos -puntuales y difusos- escozores -terremotos- del alma que reaparecerán en réplicas perennes. Atroces vivencias que imprimieron en los ojos de los protagonistas, el sino común de lucir para siempre miradas envejecidas.
Trascartón me vino a la cabeza una escena donde el bueno de Schindler, desesperado por considerar que su lista de salvados pudo haber sido mayor, es consolado por su interlocutor que le dice: «el que salva una vida salva al mundo entero», y entonces pensé que aunque incierta, exagerada, como imagen la frase vale y se ajusta. Por eso, salvando las distancias claro, la parafraseo como introito de lo que se me ocurrió como probable realizar: «El que mejora las condiciones de vida de alguien...» Por todo, considerando que por tratarse de una guerra perdida antes de empezar, con todos los elementos descriptos –naturalmente muchísimos más- ya a la altura del peaje tenía claro que algo hay que intentar. Que hacer. Que nunca será demasiado tarde para atenuar -sólo atenuar, más es imposible- las trastocadas condiciones de vida de los sobrevivientes. Pésimas en todos los casos, aunque algunos pudiesen reconstruirlas evitando, escapando, rodeando, finteando, las consecuentes sombras fantasmales que contumaces se reiterarían, por haberle puesto tanto el culo a la jeringa. A partir de allí, lentamente, salí del caos cerebral, de la desesperación que me acompañó tantísimos kilómetros,
y acuciado por la intención de rendirle honores a la bandera argentina que en la franja blanca luce la silueta de las islas y ondea -entre otros sitios- en la rotonda de ingreso a Mar de las Pampas; comencé a pergeñar una difusa idea. Que fue tomando forma con alguna celeridad. Me ayudaba tener en claro a quién favorecer. Mejor dicho, a quién intentar mejorarle su calidad de vida. Era así, porque como dijese algunos párrafos atrás, considero que el sitial más alto de la deuda interna lo ocupan los veteranos de guerra. Sé que puede sonar injusto para todos aquellos que enfrentan la vida con sólidas creencias hacia la sociedad, pero entiendo que las vidas de los conscriptos -fuesen como fuesen- fueron distorsionadas para siempre a partir de un inescrupuloso plumazo. Después el frío, los vientos, las alpargatas, el hambre, la prisión, las heridas, las tumbas, el fondo del Atlántico… En fin, la muerte y sus sombras.
Tal vez para afirmarme, para no sentirme solo ni tampoco un exagerado en cuanto a la deuda, fue que releí una joyita escrita por Flavia Pittella en su crónica sobre su concurrencia a un homenaje, que hasta me produce envidia por no saber decirlo como lo hizo ella. Dice así: «Nombra, por orden de prioridad -el protocolo se conoce- a las autoridades provinciales, municipales, eclesiásticas. De pronto, saluda el locutor a los soldados de Malvinas. Cerrado aplauso. ¿Qué será que hace que los aplaudamos tan así? Yo me pregunto. Pregunto a mí misma, a mis aplausos. Mis únicos aplausos hasta ahora. ¿Qué aplaudo yo? ¿Qué aplaudo cuando aplaudo a los excombatientes de Malvinas? Aplaudo la valentía, la garra. Aplaudo para borrar con el aplauso la indignación.
Aplaudo para hacerles saber cada vez que no olvido, que no olvido. No me olvido de nada. Ni de las calumnias, ni de las tardes tejiendo cuadraditos en el Normal Nro 1, ni de la única carta de las miles que escribimos que tuvo respuesta. Todas juntas en el salón de actos y mi amiga Silvina (la privilegiada) leyendo la carta de un soldadito que nunca volvió. No olvido. Aplaudo y en el aplauso pongo cara a mi nombre y digo con el aplauso: yo no quería. Yo tenía 14, perdón. No quería la guerra. Éramos muchos los que no queríamos chicos, perdón. No fue tan así que fue un pueblo, perdón. Mi aplauso grita y pide perdón». El recuerdo hizo -tal vez por no sentirme solo en el sentir- que rápido, como si me lo dictaran, tomara forma la idea, el proyecto. La ilusión. La celeridad fue hasta lógica.
A partir de tener en claro que la calidad de vida a cambiar debía ser la de un veterano de las Islas, me apareció el elemental derecho a tener una vivienda digna. «Cuánto se necesita», me dije; $ 200.000 me contesté; «Huy», me asusté… Pero por suerte seguí adelante y pude comprender que una gran colecta entre las fuerzas vivas -residentes, hoteleros, comerciantes- de Mar Azul, Las Gaviotas y Mar de las Pampas, para que con los fondos recaudados se compre una casa para algún veterano de guerra sin vivienda, no era inviable. Muy en bruto, en borrador, sin constituir una única posibilidad, calculé que se necesitaban 200 personas aportando $ 1.000 y lo consideré muy probable. Hasta le puse pomposo nombre: «Impuesto Moral al Desagravio» que esta vez tendría la suerte de que los fondos fuesen aplicados por los propios tributantes. La manera de desarrollar el proyecto sería juntar las primeras voluntades, y con ellas formar una organización que fije los modos de trabajo y también las formas de asegurar la transparencia de la gestión. Creo no pecar -al menos en este caso- de delirante. Ocurre que por más mala prensa que tenga -a la que adhiero por quiénes y cómo fue utilizada- no puede ser negada la verdad que encierra la frase: «La solidaridad es un gesto» y de la cual, en los últimos días, como consecuencia de horas y horas de trabajo, de aportes, de esfuerzos, fue inaugurado el campanario de la capilla de Mar de las Pampas. Sueño que como el que en estas páginas desarrollo, fue iniciado desde la nada, y encarado por un grupo de gentes -sé de varios, pero no los menciono para no ser injusto con otros- que consumieron su tiempo en reuniones y dimes y diretes, en Amorinda. Tan plausible fue la idea de hacer, que yo - por los demás- aunque de la iglesia me importa tres pitos, terminaré colaborando de alguna manera... Esa obra, ese suceso, seguramente servirá para reconfortar espiritualmente a los fieles. Estoy seguro de tal sentir (Yo ya estoy reconfortado simplemente por exponer una idea capaz de cambiar alguna de las vidas con las cuales toda la sociedad está en deuda).
Confío que el mismo premio emocional y comunitario lo tengan 200 personas de la zona (también el sueño que, de concretarse el proyecto, sirva como «material de exportación» y -por exitoso- se reitere luego en otras comunidades). Ya en la rotonda de Valeria era otro. Paré al lado de
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