lunes, 29 de agosto de 2011

Contratapa

El Rulo Piñango

(Capítulo de una novela inédita de Juan Pablo Trombetta).

A las dos de la tarde Buenos Aires era un hervidero a pesar de los nueve grados centígrados; el colectivo amarillo paró en la esquina de Corrientes y Pueyrredón; mientras tres o cuatro personas subían por la puerta de adelante, el chofer no dejaba de acelerar y frenar en ese bombeo ansioso por arrancar de una vez; el último en bajar fue un hombre muy bajo, magro —no mucho más de un metro y medio de estatura, menos de sesenta kilos—, de andar desmañado; el movimiento de piernas y brazos no guardaba la menor coordinación, parecía que se iba a desarmar en cualquier momento; el pelo revuelto, enrulado, más bien largo, con algunas canas; llevaba en bandolera un portafolios de cuero raído, un gabán gris muy viejo, unos zapatos marrones con algo de taco; caminaba como si estuviera concentrado en un asunto importante, con expresión alerta. Al doblar la esquina de Sarmiento se topó con un hombre que venía con las manos en los bolsillos, con la vista perdida, como si navegara en otra galaxia.
—¡Hugo, Huguito! ¡Tanto tiempo, che, qué alegría volver a verte! —el petiso gesticulaba moviendo las manos como aspas, había abandonado en el acto su talante adusto y reconcentrado por otro risueño, festivo; Hugo se detuvo, lo miró, entrecerró los ojos con las manos todavía en los bolsillos en la actitud de quien remueve en la memoria.
—Piñango, che, el Rulo Piñango, ¿te acordás…? bueno, hay que ver que pasaron casi cuarenta años, viejo. Dale, vamos a tomar un café en este bar, Huguito. ¡Che, mirá que venir a cruzarnos acá, pero qué alegrón!
Hugo accedió en silencio, más atraído por la posibilidad de escaparle por un rato a sus pensamientos que por un real interés en conocer detalles de la vida del tal Piñango, lejano compañero del secundario. En el bar los mozos corrían llevando y trayendo pedidos, pasaban trapos, apartaban sillas; todo era un ajetreo de pocillos, de cucharas que rebotaban en los platos mientras viajaban en las bandejas metálicas que los mozos llevaban con destreza por lo alto, esquivando comensales, a los gritos para que les escucharan el nuevo pedido de un cortado o de un café doble o tal vez de un pebete de jamón y queso con poca mayonesa. Rulo mostraba una sonrisa semi permanente, la sonrisa no era ni boba ni cínica, era una sonrisa, pensó Hugo.
Les acababan de dejar dos cafés cuando Rulo atendió un llamado en su teléfono celular; discutía con alguien y por fin gritó: «¡Hijo de puta, ya se te van a ir las ganas de especular con el hambre de un artista!». En seguida cortó.
—Un chanta. Resulta que trabajo en variedades, hago humor, ¿viste?; no me dio para pasar del circuito chico, teatritos, bares, amenizar alguna cena de bacanes, un cumpleaños… uy, si te contara, tengo cientos de anécdotas… nunca salí del país pero la provincia de Buenos Aires me la conozco así, ¿viste? —Rulo mostró la palma de su mano al tiempo que en un ademán enérgico se arrimaba a Hugo y lo miraba fijamente—. Bueno, este chanta que te digo me organiza algunas cositas en los pueblos y en general me caga, qué digo me caga, me recontracaga el hijo de puta; por pura desesperación más de una vez acepté condiciones humillantes, ¿viste?, qué sé yo, subirme al Renault 12, que está viejito pero es de lo más gaucho, a pie no me deja nunca, llegar a un pueblo a trescientos kilómetros, actuar y volverme después del show porque el turro no me garpa ni un hotelucho, y si me quedo a dormir, entre la morfi, la nafta y todo eso cambio la guita, laburo gratis, bah… Pero me cansé, así que fuiste testigo del preciso momento en que mandé a la mierda a ese garca. ¡Che, brindemos por eso! ¡Mozo! ¡mozo!, un tinto de la casa, sivuplé!
Entonado con el vino Rulo enhebró anécdota tras anécdota; Hugo por momentos se divertía, por momentos sentía pena y por momentos envidia de ese hombre que gesticulaba resuelto, lleno de proyectos. Como si de repente hubiese tomado nota de un asunto muy serio, Rulo dejó de reír, apoyó con fuerza el vaso vacío y exclamó:
—¡Che, pero no te dejé hablar, contame algo! —Hugo no hubiera sabido por dónde empezar, aunque más bien prefería no empezar, cuando la ansiedad de Rulo acortó el camino:
—¿A qué te dedicás, vos? —Hugo habló de sus relatos eróticos, cosa que a Rulo le causó mucha gracia y aprovechó para interrumpirlo y contar chistes y más chistes; golpeó la mesa y rió a las carcajadas hasta que una vez más se puso serio abruptamente:
—¡Che, qué carajo ni carajo, sos escritor, vos también sos artista! ¡Brindemos! —después del brindis se acercó apoyando el pecho sobre la mesa, apartó la botella de vino, bajó el tono de voz como si quisiera que nadie más escuchara lo que estaba a punto de decir: «Dale, contame, seguro que estás escribiendo algo… algo… que te tiene atrapado, obsesionado, se te nota en la cara». —Hugo sintió como si aquel hombre estuviera develando su secreto íntimo; aquel hombrecito llegaba desde el recuerdo adolescente a pedirle que le contara, que le dijera qué se traía entre manos, que hablara de aquello que lo estaba torturando. Hugo dudó. Estaba por hablar cuando sonó otra vez el celular de Piñango: «Hola amor mío, sí, dale, venite que te preparo el pollito, por supuesto, sí.» De inmediato cortó y volvió a reír y a hablar a los gritos:
—Era mi hija, che, la mayor, un sol, viene a comer conmigo todos los jueves: es un bocho, anda en esas cosas de informática ¿viste?, entiende un montón; ¡já!, ella siempre dice que mi vida se compone de simultáneas y sucesivas vidas más chicas, viditas, les dice, «tus viditas cumplen el proceso de toda vida; cada una de ellas nace, crece, se reproduce y muere; así unas tras otras», claro, como mis espectáculos, yo digo que hago un salpicón, salto de acá para allá con las historias, con los chistes, como en la vida, ¿viste?, porque uno no piensa en forma prolijita, ordenada, no viejo, en la vida no es así y en la cabeza mucho menos, saltamos de un lado para el otro continuamente, un caos, una ensalada, un cambalache, llamalo como quieras... cualquier cosa puede distraerte, llevarte a otro lado para después volver, ¿viste? o no, capaz no volvés, ¿y qué? —Rulo, sin dejar de hablar, hizo un gesto al mozo con la botella vacía para que le llevara más vino— te dispersás, te dispersás, hasta los más estructurados tendrán flor de kilombo en el mate y por eso se organizan, ¿viste?, porque les da terror que las cosas se les vayan de las manos, que salgan del cauce, que aparezcan los imprevistos, esos tipos odian los imprevistos… ¿a qué venía todo esto? ¡Ah, sí!, de lo que estás escribiendo vos, dale, contame algo… —Hugo dijo que lo único que tenía era el principio de una historia: un ejecutivo recibía una carta que le llamaba la atención una porque venía manuscrita, la abría, entonces el asunto era que podían desatarse muchas otras historias a partir de ese hecho, pero que todo se le complicaba porque se le ramificaba tanto que…
En medio de aquella explicación Rulo gritó: «¡eh, Cacho, acá!», se dirigía a un hombre muy alto y corpulento, cincuentón como ellos, que acababa de entrar, envuelto en un sobretodo marrón; el hombre hizo un gesto y se acercó a la mesa:
—Vení Cachito, te presento a Hugo, un amigazo, nos conocemos de toda la vida. Cacho es un colega, un verdadero artista —dijo esto dirigiéndose a Hugo y remarcó con énfasis la palabra verdadero—, es mimo; tiene que laburar en las plazas, ¿viste?, a la gorra… un capo, no se puede creer este tipo, con ese cuerpazo, parece torpe y es de goma…
—Aflojá, Rulito, dale que acá el amigo te va creer…
—¡Pero claro que me va a creer! ¡Si digo la verdá!
En aquel momento los ruidos y el barullo en el bar alcanzaban su apogeo; los mozos parecían gritar todos al mismo tiempo, un chico de no más de nueve años repartía estampitas por las mesas a toda velocidad hasta que el encargado lo echó con mirada amenazante; los bocinazos retumbaban en los vidrios, algunas personas no encontraban mesa disponible, el incesante clác clác de la máquina de café expreso no tenía pausa, los mozos destapaban botellas de gaseosa, pasaban trapos, servían más y más café, retiraban una bandeja, retenían un pedido, cobraban la cuenta, indicaban a un cliente cómo llegar a la calle Alsina, le alcanzaban a dos policías un paquetito con sándwiches…
Cacho se acomodó en la silla, algo encorvado, con expresión entre triste y melancólica; con sus enormes dedos desenrolló un papel y leyó en voz alta:
—12, 00, 34… les vengo jugando todos los días en todas las quinielas, pero no pasa nada. Por ahora no me salvo.
—Ya te dije que dejaras de tirar la guita al pedo, che, con lo que cuesta juntar el mango, vos todos los días la revoleás en la timba. No sirve. Es para los giles.
—Ya sé, pero al menos está la ilusión…
—Acá el hombre es escritor, tiene una historia que me la estaba contando casualmente cuando entraste, ¿no es cierto Huguito?, va a dar que hablar ese libro. —Otra vez sonó el celular de Piñango: «¿Ahora, tiene que ser ahora? bue… ahí voy, aguantame diez minutos». —Disculpen muchachos, los voy a atener que dejar. Después te llamo, Cachito. Un gustazo volver a verte Hugo, tomá, de tejo mi tarjeta, ¿viste? por cualquier cosita.
Rulo dejó dos billetes bajo el vaso de vino, «esta vuelta la invito yo», se fue a los saltos, desmañado, resuelto otra vez con gesto serio y alerta, listo a enfrentarse con los de allá afuera.
Unos minutos después Hugo saludó a Cacho y salió del bar, se metió las manos en los bolsillos, se subió las solapas del saco, empezó a caminar a paso lento y volvió a hundirse en sus pensamientos.



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