La muerte de un burgués
En 1981 yo trabajaba en Emecé, ya había sido ascendido de cadete a corrector de traducciones y era el más pichi de la sección: me tocaba corregir las traducciones de novelas románticas, el escalafón más bajo. Por encima estaban los policiales de Séptimo Círculo; por encima los bestsellers de Grandes Novelistas y por encima los pocos libros de calidad literaria que por entonces traducía Emecé. De esos libros se encargaba el jefe de la sección, un hombre asombrosamente culto, formal y discreto, cuyas secretas pasiones eran la filosofía (enseñaba Husserl en la facultad) y la música de Schoenberg. Éramos cuatro en la sección: él, dos chicas egresadas del Profesorado y yo. Nos sentábamos en una isla de escritorios enfrentados, rodeados de diccionarios, y sólo se podía hablar cuando él decidía hacer una pausa en su trabajo para ir a servirse un café. Pero cuando en uno de esos ratos libres me pescó leyendo el Doktor Faustus de Thomas Mann (en lugar de peinar la horrible novela romántica que me había asignado) se compadeció de mí y empezó a darme breves clases de música dodecafónica que me fueron decisivas para entender la simbología del libro (Mann había usado como modelo para su héroe a Schoenberg). Todo iba extraordinariamente bien entre nosotros hasta que llegó una traducción del alemán a nuestra sección. No era nada habitual que Emecé tradujera libros del alemán, y el único capaz de supervisar esas infrecuentes traducciones era él. El libro era un texto autobiográfico de un autor desconocido incluso para él (Fritz Zorn) y, aunque se llamaba Mars en lengua original (por Marte, el dios de la guerra), él prefirió titularlo La muerte de un burgués en castellano.
Por culpa de ese libro se acabaron las miniclases y la camaradería que había nacido entre él y yo. Nunca hubo tanto silencio en aquella sección como durante las semanas en que él estuvo corrigiendo ese libro. Daba miedo interrumpirlo, y daba casi el mismo miedo verlo compenetrado en aquel libro: de pronto levantaba los ojos y se quedaba mirando ciegamente a alguno de nosotros y daba alivio que no hubiera una ventana abierta cerca porque creo que se hubiera tirado ahí mismo, o hubiera tirado a alguna de las chicas o a mí. Nunca dijo una palabra sobre el libro, se tomó una semana de licencia cuando terminó y nosotros sentimos un secreto alivio de que se fuera sin decir nada, pero me consta que hizo un trabajo de orfebre con aquella traducción porque yo fui el encargado de llevarla a la imprenta y, como siempre fui un metido, me puse a leer las primeras páginas antes de ensobrarlas y no pude parar en todo el viaje en colectivo, que sólo me dio para los tremendos dos capítulos iniciales y para pispear el final, estremecedor. El libro se publicó sin pena ni gloria, ni siquiera llegó a mesas de saldo y nunca volví a saber de él hasta que hace una semana me lo encontré, reeditado por un sello español, con el título Bajo el signo de Marte y una faja que lo vende como obra maestra explosiva y desgarradora.
La traducción era la misma, y casi se alcanzaban a ver las mínimas cinceladas que le hizo al texto, con pulso estremecido, mi jefe de aquel entonces. Fritz Zorn tenía treinta años cuando escribió su único libro, en unos pocos meses, corrido por la muerte. No llegó a verlo publicado: el cáncer lo devoró antes. Sólo llegó a saber, en su cama de hospital, horas antes de morir, en 1977, que una editorial suiza había aceptado publicarlo. El libro empieza así: «Soy joven, rico y culto; soy infeliz, neurótico y virgen. Provengo de una de las mejores familias de Zürich, he tenido la mejor educación burguesa y me he portado en forma acorde toda mi vida. También me estoy muriendo de cáncer, cosa que cualquiera deduciría automáticamente de lo que acabo de decir». La apoteosis de la medianía burguesa, esa idea de vivir salpicándose lo menos posible de cualquier cosa, alcanza su máximo esplendor en Suiza (la siempre neutral en toda guerra, que nadie la toque, eso nunca, que traigan su dinero solamente) y dentro de Suiza en Zürich, la más conservadora, la más hipócrita, la que rige a las demás, y dentro de Zürich en la burguesía acomodada de la Costa Dorada en la orilla derecha del lago, donde nació Fritz Zorn en cuna de oro, en una familia en la que de nada se hablaba, nada se exteriorizaba, y nada del exterior debía infiltrarse tampoco, nunca. Así pasó Zorn los primeros treinta años de su vida hasta que le descubrieron un tumor en el cuello, y de pronto tuvo nombre aquello que lo asfixiaba desde que tenía uso de razón y no se atrevía ni a pensar en eso. «No soy yo mismo el cáncer que me devora, es mi familia, mi origen, mi herencia, soy el rehén del cáncer burgués». Con sólo un año de vida por delante se declara en estado de guerra total contra lo que él cree que le causó ese cáncer que está devorándolo y procede a diseccionar en su persona la espeluznante negación de la vida en que consiste la idea de lo burgués. «¿Quiénes son mis enemigos? Mis padres, mi familia, el medio en el cual crecí, la sociedad burguesa, Suiza, el sistema. En el concepto de lo burgués se oculta algo que es hostil a todos. En mi calle, en Zürich, todo debe estar en calma siempre. Se manifiesta como un imperativo: ¡Calma, calma!, como quien dice ¡No vivan, no sufran, no hagan ruido! Yo fui atacado por el mal que ataca en mayor o menor grado a toda nuestra sociedad actual. Yo soy el ocaso de Occidente. Yo soy el carcinoma de Dios».
Aquel jefe mío que me había explicado cómo funcionaba en el Doktor Faustus la alegoría entre la música atonal, el pacto con el diablo y el nazismo, sin hacer en ningún momento la menor alusión a lo que estaba pasando en el país en ese momento, leyó este libro como si asistiera a un derrumbe interior, y decidió él solo y silenciosamente cambiarle el título y ponerle La muerte de un burgués. Leyendo ahora el libro no paré de acordarme de la cara con que nos miraba de pronto aquel jefe cuando lo estaba corrigiendo. Todos estábamos muertos de miedo en aquella época, nos diéramos cuenta o no. A cada uno se le chispoteaba por el lugar más inesperado. A este jefe mío le vino cuando este libro lo demolió. Él también estaba en el país, aunque se comportara como un suizo. En aquella época, en ambientes como Emecé, ésa era la actitud «civilizada» ante lo que estaba pasando en el país. Pero muy de tanto en tanto pasaban estas cosas chiquitas ahí: uno de ellos les decía a ellos, como un suizo, en voz muy baja, desde la tapa de un libro que se publicaría sin pena ni gloria y después se desvanecería en el aire, que algo olía a podrido en la dirección en la que iban, que estaba todo mal, que todo olía a muerte, que no se lo podía negar más. Aunque una semana después volviera a su silla como si aquello no hubiese pasado.
Ilustración: Pintura, óleo sobre tela, Edward Hopper, «Sunday» 1926
martes, 27 de septiembre de 2011
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