jueves, 29 de septiembre de 2011

Contratapa

Al Indio, con amor
(Por Juan Pablo Trombetta)

En esta misma página he publicado hace unos años una saga futbolera que abordaba desde el recuerdo de picados de la infancia en el predio de la ex Peniteciaría de Las Heras, en Palermo, hasta la primera ida a la cancha (a la Bombonera) de la mano de mi viejo, pasando por la final Argentina-Holanda en el ´78 y otros muchos recuerdos siempre relacionados con la de cuero (incluso uno de esos relatos se llamó La Pecosa, en homenaje al día en que recibí de regalo, en mi cumpleaños número doce, la inolvidable pelota a gajos blancos y negros). Claro, si cuento los innumerables partidos jugados hasta hoy, pasados los cincuenta, con achaques y recuperación de lenta a lentísima, más los partidos «sufridos» como bostero de ley, más las alegrías infinitas del eterno Diego, los temas podrían no agotarse nunca bajo el riesgo evidente de aburrir sin piedad a los ajenos a la historia. Pero bueno, cuando uno escribe (al menos es mi caso) suele ser terriblemente egoísta porque escribe sobre aquello que lo conmueve, que lo moviliza, por ejemplo durante un paseo con los perros al borde de la playa con el viento sur, helado, golpeando las espaldas mientras murmuramos, bosquejamos, una historia como ésta, no una ficción sino un recuerdo vivo, latente, más allá de que hayan pasado casi treinta años.
Como mis archivos son desprolijos y mi memoria empieza a ser confusa, no recuerdo con exactitud cuántos y cuáles de los relatos futboleros ya he publicado. Entre los partidos jugados informal o formalmente a lo largo del tiempo, de manera inevitable los que más vivamente recuerdo, los más conmovedores para mí, son aquellos que implican alguna remontada heroica, un triunfo agónico e incluso alguna dignísima derrota con un equipo formado por amigos; como diría el inefable Alejandro Dolina, nada más lindo que compartir la alegría del triunfo con aquellos que uno quiere y, si toca perder, que mejor que compartir la tristeza con los amigos.
Por otro lado debo decir que me sitúo muy lejos de aquellos hinchas que proclaman su «paladar negro», algo que suele venir acompañado de algo así como de un corazón apenas tibio, para no decir simplemente pecho frío; es así que cualquier triunfo holgado o con baile, si es que lo hubo, no dejó huella en mi memoria. Sí por supuesto, los dos casos que quiero recordar aquí. Y más que nada el segundo de ellos.
El primero de los partidos correspondía a los torneos de la UBA, en la Ciudad Universitaria de Núñez; nuestro equipo, denominado Fatiga, era en realidad una banda de rejuntados de distintas facultades y diverso talento, por lo general de mediano para abajo. Aquel día debíamos jugar un desempate para pasar de ronda o quedar en el camino. Hacía frío, lloviznaba o creo recordar que lloviznaba, esto último puede ser que surja de mis ganas de pintar de ese modo aquella mañana de domingo. Algo es seguro: era invierno, era domingo tempranísimo (ocho, a lo sumo nueve de la mañana) y hacía muchísimo frío. Nuestra indumentaria era algo parecido al amarillo ya que cada uno llevaba la remera más o menos amarilla que tenía a mano, con los pantalones y las medias de todos los colores posibles. Un verdadero rejunte en todos los aspectos. Eso sí, éramos amigos, no traíamos a esos cracks que suelen aparecer en el entorno de algún miembro del equipo, como sí hacían muchos otros, que terminaban jugando con una selección de desconocidos hasta disolverse precisamente porque había desaparecido lo convocante: la amistad. Ellos, si no ganaban, se iban. Nosotros estábamos fortalecidos y templados en mil derrotas. Bueno, al punto. Nuestro back central, el mejor por lejos de nosotros, estaba enyesado. El «cinco», jugador regular, aguerrido, fundamental, suspendido. El «ocho», estratega, buena pegada, medio vago, desgarrado. Por si fuera poco el «diez», el que nos quedaba con una pizca de creatividad, tenía casi cuarenta de fiebre y había ido con la intención de sumarse a los tres anteriores y formar la ruidosa hinchada, que se completaba con don Oscar, el padre de nuestro arquero. Claro que el «diez» tuvo que jugar igual porque ni siquiera con él llegabamos a los once. Es decir, incluido el «diez» y su fiebre, sumábamos precisamente diez. Los otros tenían como seis suplentes, DT y cerca de veinte hinchas, además de indumentaria prolijita y completísima con números coquetos y todo. Ellos notaron de inmediato nuestra calamitosa situación. Para colmo, como ya nos habíamos cruzado, sabían muy bien que los tres mejores de los nuestros miraban de afuera. Y que no había gran recambio. Eso sí, sobraba entusiasmo. A mis 23 años salía a correr habitualmente, tenía un buen estado físico y les prometí a mis compañeros que correría por dos; no estaba para lujos pero meter iba a meter. Empezó el partido. Antes de los cinco minutos salté a cabecear, choqué, caí mal y sentí un crack en la clavícula. No podía mover el brazo derecho. Con el brazo a 90 grados me agarré fuerte la cadera izquierda y seguí. No era una situación prometedora. A los pocos minutos, gol de ellos. Y otro más. Perdíamos 2 a 0, éramos diez, uno volaba de fiebre y yo tenía la clavícula rota. Alguien me dijo que era un riesgo seguir jugando en ese estado, que era muy peligroso, que las consecuencias podían ser... Lo fulminé con la mirada y no habló más. Cuando terminaba el primer tiempo el querido Marito, un grandote torpe y lento como una carreta, metió un zapatazo y nos pusimos 1-2. Ahí nos empezamos a putear, a arengar a grito pelado. Ya en el segundo tiempo notamos que los rivales estaban algo confundidos; eran once, hacían cambios, tenían hinchada, pero nosotros habíamos empezado a correr como poseídos y ellos no lograban liquidar el partido. Faltando tres o cuatro minutos Marito embocó un cabezazo y 2 a 2. Ya era hazaña. Ellos no lo podían creer. Nosotros tampoco. Se cumplía el tiempo y había que jugar alargue. De pronto sale un largo pelotazo para el bueno de Marito, que corría como en cámara lenta; no sé cómo pero llegó, con sus limitaciones dominó la pelota y cuando salía el arquero se la cruzó y... ¡Gol! ¡¡Gool!! ¡¡¡Goool!!! ¡¡¡¡Goooo!!!!
Terminó el partido. Nos abrazamos, gritamos, lloramos. Fue absolutamente inolvidable. No recuerdo ni remotamente qué pasó con nosotros en la otra ronda, seguramente nada. Sí recuerdo que me querían llevar rápido al hospital y sólo pedí que me dejaran festejar un rato más, compartir unas cervezas con los muchachos. Después sí. Claudio (el back enyesado) y el Negro (el «cinco» suspendido) me llevaron al Fernández. Me pusieron un clavo y un yeso de ésos que envuelven todo el torso menos el brazo sano. No me importó nada y por suerte no quedó ninguna secuela.

Y ahora el segundo. El segundo caso que quiero compartir y que en verdad es el «padre» o la «madre» del primero. También era un domingo a la mañana, que debe ser el horario estipulado para los equipos del montón, o directamente del furgón de cola. Esta vez en el ámbito del torneo de ex alumnos del Colegio Guadalupe, en Palermo Viejo (bueno, en mi época era Palermo Viejo, ahora, con los rebautismos del estilo Soho, Hollywood, Villa Freud y no se cuántas huevadas más, logran confundir). Bien temprano me llamó Claudio, sí, el mismo back enyesado del torneo de la UBA, para decirme que necesitábamos gente porque no llegábamos a los siete reglamentarios de la cancha del patio del colegio. Él conseguía un «colado», un pibe de 19 ó 20 que no descollaba pero sumaba. Así y todo, por razones diversas, reuníamos sólo cinco. Faltaban dos. Llamé a mi hermano mayor, que había pasado los treinta y hacía mucho que no jugaba. Se prendió en el acto. Quedamos en seis. Los rivales eran uno o dos años menores que nosotros. Un buen equipo. Arrancamos entonces seis contra siete y, para colmo de los colmos, a los diez minutos nuestra estrella ofensiva y goleador, un seminarista que colgó justo antes de ordenarse, le dio un bruto patadón a un defensor de ellos y el árbitro no tuvo más remedio que expulsarlo. Fue ahí. Ahí mismo empezó mi hermano con sus gritos-puteadas-arengas. Yo siempre supe que era un tipo aguerrido, que los amigos le decían El Indio, que le sobraban coraje y corazón, que sin la menor duda era la única excepción que yo conocía a la regla de los gallinas, porque debo decirlo, admitirlo, confesarlo, mi hermano mayor, mi ídolo de la infancia y del resto de la vida (jodete, algún día lo iba a publicar) es hincha de River y yo salí furioso bostero; pero en los asuntos de la garra, de luchar por lo que parece imposible, de reponerse de los golpes, de levantarse una y otra vez, de la sana tosudez, de no darse por vencido ni aún vencido, de empujar, apoyar, arengar y alentar siempre en positivo, jamás con el reproche o la intimidación, en eso, decía, mi hermano Rómulo supera, desde su origen de supuesto gallina, al más bostero de los bosteros que yo pueda conocer. ¡Y cómo empuja! Porque no bien echaron al frustrado futuro cura nos metieron un gol. Cinco contra siete, 0-1. La pelota no había terminado de tocar la red cuando él, al avizorar los primeros brazos en jarra, las primeras miradas perdidas en el piso, hizo temblar el patio con su vozarrón desatado rebotando entre las paredes: ¡pendejos, pónganse a correr la reputísima...! El efecto fue inmediato y nadie, con él a la cabeza, paró de correr por un solo segundo desde aquel momento. Debo aclarar que pese a su fiereza mi hermano no era un jugador torpe, ya que aunque distaba de ser un exquisito dominaba bastante bien la pelota, pero claro, la fuerza que ponía lo hacía aparecer como más rústico de lo que en verdad era. Todavía en el primer tiempo mi hermano arremetió en un centro y con un cabezazo empató. Un delirio. Pero como ocurre tantas veces lo sublime suele ser efímero, de modo que no llegamos a reponernos del festejo que ellos sacaron del medio y con un bombazo al águlo clavaron el 2-1. Uno de los nuestros, que todavía no había captado la esencia bestial de Rómulo, amagó con bajar los brazos y allí renacieron los gritos, con ese vozarrón que tronaba en el patio del Colegio Guadalupe y a mí no sólo me contagiaba sino que, fundamentalmente, me llenaba de orgullo: «¡Ése es mi hermano!», me decía para adentro.
El primer tiempo terminó 2-1 pero estaba claro que no nos rendiríamos fácilmente. Cada uno de nosotros corría por dos, o por tres, y ya todos gritábamos, todos puteábamos, todos nos alentábamos; incluso el más pachorra de repente se llenó de enjundia y parecía una fiera al acecho corriendo y gritando sin parar.
El segundo tiempo ellos, los «otros», empezaron a padecerlo ante la imposibilidad de rematarnos y, por el contrario, se sintieron casi absurdamente superados por cinco adversarios de condiciones limitadas pero con una determinación inclaudicable. Por si fuera poco otra vez mi hermano entró al área heho una tromba y empató. Locura total. Como habíamos aprendido la lección, esta vez cuando sacaron del medio no nos sorprendieron. Y seguimos buscando. Hasta que revoleé como pude un centro al área y sí, por supuesto, otra vez mi hermano, como si toda su vida hubiera jugado de delantero de punta y no de defensor, estampó un cabezazo o un zapatazo, no logro recordarlo bien porque todo se nubla, se vuelve confuso por la emoción, por aquel abrazo tembloroso de 1982 y este nudo en la garganta del 2011 que apenas me permite seguir apretando las teclas mientras una gotas gruesas se agolpan en los ojos y piden permiso para salir de una buena vez, para saltar al teclado, para decir por qué empecé por el relato anterior, por el partido de Fatiga que fue después, en el ´83; porque cuando cai y vi que no podía mover el brazo me acordé de mi hermano, de su vozarrón, del inolvidable domingo en que me hizo rabiar de orgullo, me hizo entender muchas cosas, muchísimas cosas más allá y más acá del fútbol. Eso sí, después me hubiera dicho: «Nene, guarda con el brazo».

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