domingo, 16 de marzo de 2008

La Familia Viajera 1 y 2




Por Mariano Campi
marianocampi@lacofradia.net


El 15 de diciembre de 2005 partió de Bariloche, a bordo de un colectivo Bedford 1965 acondicionado como casa, la familia Campi - Mariño (Mariano Campi, entonces de 40 años, Fátima Mariño, de 37, y los cuatro hijos de ambos: Luna, de ocho, los mellizos Lucas y Clara, de seis, y el pequeño Gaspar, que aún no había cumplido los dos años de edad). El increíble periplo abarcó quince meses durante los cuales recorrieron las costas de Uruguay y Brasil, remontaron el Amazonas, subieron a Venezuela hasta llegar al Caribe, cruzaron a Colombia y luego emprendieron el regreso por Ecuador, Perú y Chile. Con recursos para dos o tres meses, el grueso de la travesía la solventaron con las artesanías y tatuajes que aprendieron a realizar en Brasil. El Chasqui ofrece, en entregas, el diario de viaje de Mariano Campi, un relato pleno de emoción y rebosante, ante todo, de gratitud infinita hacia esa enorme cantidad de gente que se desvivió por ayudarlos ofreciéndoles su solidaridad y apoyo en cada uno de los pueblos y ciudades por los que pasaron. Y gratitud también a su propia familia, a los amigos, y al fiel amigo Bedford.




Capítulo 1 : "El vuelo del cóndor"


Sentía cómo, cada vez con más fuerza, aparecían en mi cabeza las imágenes de una vida en lugares de mucho sol, playas, palmeras, donde no era necesaria más vestimenta que la propia piel.
Quizás extrañando la niñez en Villa Gesell, los largos veranos donde pasábamos días enteros disfrutando de las playas y el mar, tan curtidos por el sol que ya no necesitábamos ni protector, simplemente disfrutábamos de jugar en libertad, con energía como para derrochar; era imposible no usar esa energía porque brotaba con fuerza, más bien explotaba. Esos viajes a la niñez del placer me hacían tener la sensación del calor del sol sobre la piel y viajaba, entonces, desde el pasado, por el presente, hacia el futuro. Desde Villa Gesell comenzaban los vuelos imaginarios sobre Sudamérica. Yo no necesitaba entrecerrar los ojos para verme como ahora mismo lo veo mientras escribo: abro mis brazos como un cóndor sus alas, despego y comienzo a planear sobre el mar, me suspendo en una corriente de aire cálida que me eleva a la altura deseada para ver la geografía del lugar, subo unos metros más para tener una vista más amplia del contorno del continente y veo las costas de Uruguay y de Brasil, más allá, a lo lejos, un grupo de islas; el continente se hace finito en América Central, siento muchas ganas de pasar por ese raro lugar, como un niño que cruza el río caminando a través del árbol caído disfrutando del riesgo y de la aventura.
Los deseos de conocer estos lugares que existen tanto en la geografía como en mi imaginación eran cada vez más fuertes, más intensos. Mi cabeza empezaba a insistir: hay que ir para allá, esta buenísimo, hace calor, a cargarse de energía solar que es tan necesaria, más cuando se vive en Bariloche, en el paralelo 42, muy lejos del Ecuador. ¿Cómo será el sol en los 0º de latitud, sobre el Ecuador?
Un vuelo rápido por las costas donde imaginaba las playas y los lugares para conocer. Pero, ¿cómo haríamos para ir para allá, tan lejos, tantos kilómetros? Tendríamos que comprar un auto más grande para poder viajar los seis integrantes de la familia ya que en uno normal sería muy incómodo, cosa que nos dejaría con menos dinero para viajar. La posibilidad del velero había sido descartada porque no podíamos comprarlo, además de otros detalles como aprender a navegar. También se me ocurrió vender el auto y viajar en micro o en avión y comprar un auto en el Caribe... apenas si llegaríamos a comprar los pasajes, con lo cual no podríamos comprar ningún auto en el Caribe.
Gaspar tenía apenas un año, los melli, Lucas y Clara, seis, y tendrían que dejar la escuela igual que Luna, que tenía ocho; yo tendría que dejar el trabajo en la carpintería y Fátima sus clases; después estaba el perro, la casa, los clientes; mucha ausencia para volver sin un mango y comenzar desde cero. La realidad me despertaba del sueño y el sueño me sacaba de la realidad, me ponía las alas del cóndor y me proyectaba una y otra vez la filmación de las playas, la temperatura del verano, los pies sobre la arena tibia, el agua del mar...
Y bueno, tanta ausencia no era, ¿qué puede pasar en un año de verano a verano?; lo que siempre soñé, viajar por el globo terráqueo siguiendo el calor y durante todo un invierno estar en donde sea verano, maravilloso. En mi cabeza se abrió el debate y los pro y los contras se enfrentaron. Los niños faltarían un año a la escuela, les podríamos enseñar durante el viaje. Y así el cóndor en mi cabeza insistía y me proyectaba de repente a volar sobre playas, islas y mares, sintiendo el sol en el lomo; y entrecerrando los ojos por el reflejo del sol en el mar seguía imaginando el viaje envuelto en un inmenso placer y otra vez las cuentas de la realidad: muchísimos kilómetros y mucho dinero; seguíamos buscando la forma de viajar. Pensé en llevar las herramientas y cuando nos quedáramos sin plata trabajar para seguir viajando; y si no Faty con sus clases de aeróbica en la playa... yo podría laburar en el agua acompañando a los buzos o en un bar que flotara cerca de la playa, o jugando y alimentando a los delfines, o podría disfrazarme de foquita y aplaudir…
Así cada tanto el cóndor me llevaba a volar y las cuentas me bajaban a la realidad, pero no como despertándome del sueño, ahuyentándolo, sino estudiando la posibilidad de hacerlo realidad. Empecé a contarle a Faty, que escuchaba con paciencia mi acoso de ideas para hacer este viaje; al poco tiempo noté que ella también sacaba el tema, quizás algún cóndor u otro bicho semejante, como si fueran los tótem que protegían a nuestros antepasados, se había instalado en su cabeza y como el mío hacía sus apariciones cada vez con más frecuencia. También, como por casualidad, llegó el Bedford a nuestras manos. Raúl, un amigo, tenía esta casa rodante armada en un colectivo del año 1965. Nos ofreció la antigua casita sobre ruedas para dar un paseo y quedamos prácticamente atrapados en ella, enamorados, como si estuviera encantada. Desde el momento en que nos subimos al Bedford comenzó el carnaval de la alegría; manejando, cantando y jugando eufóricos como en un parque de diversiones empezó a hacerse cada vez más difícil bajar del bondi, de este sueño, de este viaje. Todos los fines de semana salíamos a probar la nueva máquina del año 65. Para los niños era como la casita en el árbol y se pasaban las tardes jugando en la casita rodante, mientras tanto con Faty imaginábamos el viaje. El cóndor ahora llegaba a mí con mucha más facilidad; feliz de la vida manejando la casita rodante le presenté el Bedford al cóndor (por supuesto sin que nadie se diera cuenta). El cóndor ya había entrado en confianza y volaba sobre nosotros, nos protegía y compartía conmigo mientras el Bedford se devoraba la ruta a 80 Km. por hora. El cóndor ahora volaba más cerca de la tierra, no ya desde el mar —descartado que fue el delirio del velero—, sino sobrevolando rutas. Las cuentas infinitas en mi cuaderno multiplicaban litros de combustible por kilómetros a recorrer; hasta dejarme muy claro que no se podría tener todo el dinero junto, en la mano, para hacer un viaje de más de un año; sería una carretilla llena de billetes, imposible… Pero el cóndor volvía a invitarme a viajar cada vez que podía sacar la cabeza de las preocupaciones y el trabajo; mientras dibujaba una fachada de una cabaña en el tablero y me distendía haciendo algo lindo, el cóndor ponía su ficha y yo comenzaba a escribir en un costado del papel: 100 km= 20 litros de gasoil /1000km= 200 litros/10.000km= 2000 litros/50.000km= 10.000 litros y... luego seguían las cuentas de la comida pero por tiempo: 1 mes 1000 dólares, no, mejor 500 dólares porque cocinaríamos en el Bedford; el asunto es que entre combustible y comida necesitaríamos unos 12.500 dólares más algo para los imprevistos del viaje, es decir necesitaríamos unos... ¡15.000 dólares! Nos resultaba imposible salir de viaje con esa cantidad de dinero ahorrada por más que siguiéramos trabajando como lo hicimos desde que se nos metió la idea del viaje en la cabeza. Después surgió la posibilidad de alquilar la casa y casi sin darnos cuenta entramos vertiginosamente a preparar todo para alquilarla y salir a andar por el mundo, cuanto antes, sobre todo antes de que la responsabilidad y la seguridad me dejaran preso por un futuro más seguro, tan seguro que no permitiera cumplir el sueño y poder hacer realidad mi viaje y el de mi familia. Entramos en el círculo vicioso donde es necesario trabajar para tener más seguridad y para mantener linda y segura la rutina y cuidar el trabajo que nos llena de estrés. Corriendo tras la eficiencia perdemos de vista las cosas que mejor nos hacen sentir. Una perfecta contradicción donde trabajamos como locos para poder viajar.
Ya estábamos concentrados en el objetivo, ninguna cuenta nos daba bien, sabíamos claramente que no teníamos el dinero suficiente para llegar a México y volver —pensábamos que podíamos aguantar unos tres meses y la casa nos ayudaría cuando se alquilara—, pero saldríamos de todas formas a la cancha, lo peor que nos podría pasar era que en tres o cuatro meses estuviéramos en casa nuevamente. Todavía no me animaba a contar la verdad a mis clientes, sólo lo comentamos con algunos amigos, que saldríamos de viaje en el Bedford el día que los niños terminaran las clases; a algunas personas que debía decirles que me ausentaría por tiempo indeterminado les dije que tenía un trabajo muy grande en Uruguay; entre el miedo y la vergüenza que me daba "escaparme" por tanto tiempo, no me animaba a decir la verdad: me iba y volvería cuando me quedara sin dinero. Y no tenía ni idea de cuándo ocurriría eso. Mientras tanto todo transcurría en un clima de risas y alegría; algunos nos felicitaban por el coraje y se declaraban envidiosos sanos; otros, en cambio, sólo podían ver la realidad y nos decían que el dinero no nos iba a alcanzar, nos preguntaban qué pasaría si se llegara a enfermar un niño en pleno viaje, si se rompiera la casa rodante, o si…
Pero nosotros estábamos enganchadísimos con el viaje, muertos de miedo y de ganas de comenzar esta aventura. Sólo sabíamos que el 15 de diciembre de 2005 comenzaríamos a rodar: partiríamos para Buenos Aires y de ahí a Uruguay, una vez allí yo intentaría conseguir algún trabajito para después continuar hacia Brasil donde se definiría nuestra suerte.


Capítulo 2: "Allá vamos"

Ya todo estaba resuelto: mi amigo Gustavo se quedaría con el perro y terminaría con los últimos arreglos en la casa; junto con Jovita, nuestra vecina de confianza, ambos se encargarían de la casa y de los inquilinos. Sergio se quedaría con el auto; a propósito, recuerdo que mientras se lo llevaba pensé que quizás habría de ser lo primero que tuviéramos que liquidar algún día para poder volver; cuando se lo comenté él no pudo aguantar la risa que le provocaba nuestra locura. También había delegado trámites y obras pendientes a colegas de confianza y trasladado los proyectos a arquitectos amigos. Los mil trámites pendientes parecían no acabar nunca.
La sensación de la salida fue una extrañísima mezcla de euforia y miedos. Una vez en la ruta la primera medida que tomé fue acerca de la velocidad: no viajaríamos a 80 Km/h sino que ahora la velocidad máxima sería de 60 Km/h para disminuir el consumo de gasoil y de aceite de motor, que a 80 Km. /h consume 2 litros de aceite… pero a esas alturas ya me negaba a hacer la cuenta de cuánto dinero necesitaríamos para no sé cuántos kilómetros de viaje.
"Allá vamos", me dije, y partimos hacia Buenos Aires, como tantas veces, sólo que en esta oportunidad, a 60 Km. /h, tardaríamos varios días en recorrer los mil seiscientos kilómetros que separan Bariloche de Buenos Aires; el ambiente era de fiesta, nos íbamos de vacaciones sin saber ni a dónde llegaríamos ni cuánto tiempo habríamos de viajar, pero estábamos felices y cantábamos excitados canciones de la cancha adaptadas al evento y alentamos a viva voz al Bedford: "Y DALE, Y DALE, Y DALE BEDFORD DALE", mientras tramitábamos una subida a 20 Km/h.
Al segundo día de viaje tuvimos que llamar al auxilio mecánico porque se rompió una correa del compresor de aire y nos quedamos sin frenos, pero el del auxilio trajo la correa que le pedimos y nos ayudó a cambiarla; ya había pasado por esto antes y Raúl me había enseñado un truco para cambiarla más rápido.
Luego de un par de días de viaje llegamos a Buenos Aires. Compartimos unos días con amigos y familiares y entre todo tipo de comentarios nos preguntaron:
—¿Llevan los pasaportes?
Al notar que con Faty nos miramos algo perplejos se hicieron inevitables las carajadas. Nos habíamos olvidado de sacar los pasaportes de los niños. El año anterior habíamos sacado el de Fátima y el mío, pero no nos alcanzó la plata para sacar los de los niños y ahora surgía este imponderable. Fuimos a la Policía Federal y comenzamos el trámite; nos dijeron que los pasaportes estarían listos en cuarenta días y entonces le dejamos los papeles a Rodolfo, mi hermano, para que los mandara a... imposible predecir por dónde andaríamos llegado ese momento.
Aquel fue el primer gasto no previsto; además, el dinero ahorrado para viajar lo comenzamos a consumir en los preparativos de la casa rodante, por lo cual decidimos salir como estábamos para no seguir gastando el dinero del viaje; no compramos ni aire acondicionado ni los repuestos que pensaba llevar, pues de lo contrario, por equiparnos mejor, arrancaríamos con menos dinero.
Buenos Aires quedó atrás y ahora mirábamos hacia Uruguay; nos dispusimos a cruzar el puente Zárate Brazo Largo y nos aconsejaron hacerlo ese mismo día porque una protesta contra la instalación de la papelera Botnia cerraría el puente al día siguiente; esto no estaba en nuestros planes porque nos proponíamos no andar durante la noche.
Llegamos a Gualeguay con problemas eléctricos y a las diez de la noche encontramos un taller de electricidad abierto; el Gringo, dueño del taller, estaba trabajando y me prometió ver el problema a la mañana siguiente a primera hora, porque estaba muy cansado y tendría que haber cerrado a las siete de la tarde. Incluso nos ofreció un lugar para estacionar y pasar la noche. El Gringo me preguntó hasta dónde íbamos y a mí me dio vergüenza decir "a México" como si fuera acá nomás. Por otra parte resultaría obvio que tendríamos que tener mucho dinero para emprender semejante viaje.
—Vamos a Uruguay, soy carpintero y me están esperando por un trabajo y cada día que pierdo estoy más en problemas —le contesté.
—Si vas a Uruguay tenés que pasar esta noche, porque mañana cierran el puente por lo de la papelera. Si te animás a sacar el alternador te lo miro ahora.
Entones por primera vez saqué las herramientas que había comprado para el viaje y que no pensaba tener que usar tan seguido. Aunque no sabía de alternadores tenía que sacarlo para poder seguir viaje o nos quedaríamos todo el fin de semana en Gualeguay. En pocos minutos el alternador estaba en el banco de trabajo del Gringo; le cambió los carbones y me lo entregó diciendo:
—Tomá, tuviste mucha suerte, sólo eran los carbones, funciona perfecto. Colocalo y yo verifico que esté bien.
Salí contento a colocarlo y cuando llegó el Gringo sólo le cambió un cable mal conectado.
Para ese momento ya entramos en confianza y me contó que se acababa de comprar una casa rodante como la nuestra, por eso quiso ayudarnos; entonces le confiamos que queríamos seguir hasta México. Como no nos quiso cobrar pese a la hora y el cansancio, le regalamos una botella de champán que teníamos reservada para año nuevo.
Pasamos la frontera de Uruguay a las dos de la mañana y como los niños estaban durmiendo ni nos revisaron; les pedimos un lugar para estacionar para pasar la noche y nos indicaron dónde.
Superamos una gran etapa, salimos de Argentina solucionando un problema que nos podría haber dejado el fin de semana parados. Nos fuimos a dormir cansados y victoriosos.
URUGUAY
Decidimos ir directo para la Paloma a visitar a David, un amigo de la infancia que estaba construyendo una posada en la Pedrera, por lo que no pasaremos por Montevideo. Luego de varios kilómetros sin estar seguros si tomamos bien el camino llegamos a… Montevideo. Nos reímos de nuestra orientación, malísima. Pero la playa estaba buenísima, era un día hermoso; nos tomamos unas horitas de descanso para meternos al agua. Inmersos en una felicidad total, jugamos sobre la arena tibia con los niños y seguimos viaje hacia el norte tocando las playas uruguayas.
La Pedrera
Legamos a la casa de David, a la posada "SAN ANTONIO"; fue un feliz reencuentro con mi amigo de la infancia; pasamos unos días en la posada y disfrutamos de la pileta y del lugar, a unos pocos metros de la playa, en medio de un bosque de acacias y pinos. David estaba con los últimos detalles para la inauguración, así que aproveché las herramientas que llevaba para ayudarlo en algunas cositas. Disfrutamos al compartir esos momentos mientras mirábamos cómo nos ha cambiado la vida en estos años; David con sus tres hijas y Maria, su mujer, viviendo en el campo/playa en Uruguay, y yo con mis cuatro hijos y Faty viviendo en Bariloche; pensar que sólo doce años atrás vivíamos en Buenos Aires de una manera totalmente distinta. Quizás para los dos es éste el primer sueño cumplido, el de vivir en un lugar elegido por su belleza y no por el trabajo o por las necesidades creadas, y construir la casa y ver crecer a la familia en un entorno mágico.
Por las mañanas me levantaba muy temprano y en absoluto silencio salía del Bedford sin despertar a nadie para aprovechar un momento de soledad y calma antes de que se levantaran los niños. Iba a la playa a nadar un poco, caminar o simplemente observar y disfrutar de ese mar con aspecto oceánico que tiene mucha fuerza y trae grandes animales muertos, o que vinieron a morir a una playa que parece más que grande, infinita. Recorría la playa intentando pasar desapercibido, para no intimidar a los animales del lugar con mi presencia. Muertos, un lobo marino enorme y una tortuga de un metro y medio de largo estaban descomponiéndose a orillas del mar, pero la naturaleza vivía, lejos de la civilización, con los pájaros comiéndose a esos animales; nada tenían que temer, estaban en su casa, aún a salvo del progreso, aún a salvo del hombre. Más tarde llevaría a los niños a ese museo de la vida al natural.
Se aproximaba el fin de año y llegaron a pasar las fiestas los padres y los hermanos de David, a los que hacía tanto tiempo no veía; la fiesta de fin de año se transformó en familiar y nos divertimos mucho acordándonos de historias de nuestra adolescencia y riéndonos de nosotros mismos en aquellos tiempos.
Nuestro viaje debía continuar. Nos despedimos de los amigos deseándonos mucha suerte mutuamente, ellos con su nueva forma de vida y su nueva posada y nosotros con el nuevo sueño por cumplir.
Todos nos deseaban mucha suerte pero no podían evitar la risa que les provocaba nuestra gran energía y la poca preparación que teníamos con respecto a todo. No sabíamos las rutas, no teníamos una gran cantidad de dinero, un vehículo del año 1965, no teníamos los pasaportes, no sabíamos cómo se cruza el Amazonas y, sobre todo, cuando nos preguntaban algo muchas veces no sólo no teníamos la respuesta, sino que en ese acto nos acabábamos de enterar de lo que nos hablaban. Esto es lo que hacía que la gente siempre buscara la manera de ayudarnos; en realidad necesitábamos tantas cosas que siempre nos podían ayudar con alguna información, más que nada de las rutas que tendríamos por delante; ahora sabíamos que hay mucho movimiento entre Belén y Manaos, en Brasil, en el caso en que decidiéramos navegar el Amazonas en vez de ir por las Guayanas siguiendo el contorno del mar.
A cada paso que dábamos aprendíamos un poco más sobre lo que vendría más adelante. En cada lugar nos informaban perfectamente acerca de aquello con lo que nos toparíamos en los próximos kilómetros y, si bien no podíamos tener demasiada información de las rutas mucho más al norte, siempre sabíamos lo que habría de seguir en lo inmediato.

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