miércoles, 19 de marzo de 2008

El Chasqui en La Higuera

Primera parte

A principios de septiembre me encontré, en Mar de las Pampas, con mi amigo Pedro Lanteri; él me contó de los actos a realizarse en Vallegrande y La Higuera, Bolivia, con motivo de cumplirse cuarenta años del asesinato de Ernesto "Che" Guevara; también me dijo que planeaba ir en auto pero que solo no se animaba...; allí mismo le dije que me "anotaba" en el viaje y un par de horas más tarde ya estaba confirmado Tony Postorivo. Pedro, además de su motivación personal, quería tener presencia con la radio de Las Madres de Plaza de Mayo, que él dirige. De manera que el 2 de octubre muy temprano salimos de Buenos Aires en su auto; sin embargo, al llegar a Rosario, Pedro se vio obligado a regresar. Pormenores al margen, lo concreto es que el 3 a la mañana partimos con Tony a Santa Cruz de la Sierra en micro, con facilidades ofrecidas por la radio y con material (revistas, banderas, remeras, etc.) para que de alguna manera Las Madres de Plaza de Mayo estuvieran presentes durante los actos.
Un cúmulo de sensaciones difíciles de describir nos embargaba mientras nos dirigíamos a un lugar que ya es parte de la historia de Latinoamérica; muchas horas de lecturas afiebradas se agolpaban en cuestión de minutos; muchos episodios que habrían de generar un verdadero paradigma, un antes y un después, se habían desarrollado, o al menos habían culminado, en el año 1967 y en los lugares que nos aprestábamos a visitar.
Ya en Santa Cruz de la Sierra, ciudad a la que arribamos alrededor de las tres de la tarde, nos dirigimos a la plaza desde salían los micros con destino a Vallegrande; con cierto desconsuelo desubrimos que ese día ya no había pasajes —dicho sea de paso, el tramo, en micro, insume unas ocho horas—, pero pudimos contactarnos con una pareja (él chileno, ella boliviana residente en Suecia) que buscaba "hacer número" para contratar un auto entre varios y poder llegar esa misma noche. En las tratativas con el conductor del taxi se concluyó que faltaba esperar un pasajero más para poder partir. Ya sabíamos que el camino era peligroso y, en lo que a mí respecta, por mi anterior visita a Bolivia conocía la audacia, por llamarlo de algún modo, de los "volantes" locales; mientras tanto, la adrenalina crecía al comprobar que el trayecto se cubriría, en su casi totalidad, en medio de la noche. Esto último constituye, por un lado, un riesgo adicional y, por el otro, según muchos afirman, un alivio, ya que impide ver los precipicios que habremos de bordear.
Por razones de espacio, en esta nota apenas llego a introducir el tema, que me propongo profundizar y desarrollar con minucia en las próximas ediciones, pues son muchas y aún muy frescas las emociones vividas en esos inolvidables días de octubre.

Segunda parte

En la edición anterior introduje el tema de nuestro viaje, junto con Tony Postorivo, a La Higuera. Había llegado al punto en que nos disponíamos a iniciar el trayecto entre Santa Cruz de la Sierra y Vallegrande, ciudad ubicada sesenta y cinco kilómetros antes de La Higuera y que era el epicentro de los actos realizarse en conmemoración del cuarenta aniversario del asesinato del Che Guevara. Aquel tramo, sinuoso, entre precipicios de considerable magnitud y baches y obstáculos diversos, resultó tan temerario como nos habían advertido. En el auto viajábamos, además del conductor, otras seis personas: un chileno de cincuenta y tantos años (Ramón) que se afincó en las afueras de La Paz para trabajar en los barrios marginales desde el triunfo de Evo Morales; su compañera (Marina), una boliviana de edad similar que espera que sus hijos terminen el secundario en Suecia —lugar en el que ambos se habían refugiado en su momento por cuestiones políticas—para unirse a él en Bolivia; también se habían sumado una médica de setenta años (Felisa) con la mochila a cuestas, que vive y trabaja en Rosario y los sábados estudia en la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo en Buenos Aires; un joven de unos treinta y pico (Cris), estudiante de la Universidad de las Madres y artesano; los otros dos pasajeros, claro, éramos Tony (de cabañas El Chaparral, en Mar Azul) y yo.
Lo curioso de todo esto fue que, cuando Raúl, el conductor, nos ofreció sumarnos al grupo para "amortizar" el viaje, no nos importó en absoluto la eventualidad de viajar durante más de seis horas apretujados mientras nos garantizara manejar despacito y sin apuro; prometió que "desde luego" y nosotros, ilusos, le creímos. Salimos bien pasadas las seis de la tarde, con muy poca luz por delante, y a poco andar nos enteramos de que el buen Raúl debía llegar antes de las diez y media para no perder los pasajeros en tramo de vuelta a Santa Cruz. ¡Socorro!, un viaje que en micro consume más de ocho horas el tipo lo devoraría en cuatro a cualquier precio, y ese precio bien podrían ser nuestros huesos. Para colmo nos tranquilizaba repitiendo que conocía el camino de memoria y, más que nada, fundaba su optimismo en que una virgen de la que era devoto lo protegía de todo peligro. Así, por ejemplo, entre esquives repentinos de enormes baches, podía tanto frenar de golpe a veinte centímetros de una vaca como pasar literalmente rozando bicicletas o chicos a pie. Tony, experto conductor, sudaba y sufría justo detrás de Raúl; yo había elegido engancharme en una conversación distractiva con Felisa y se ve que mi miedo quedó en estado de latencia; Marina, en cambio, con sus modales suaves y evidentes conocimientos de psicología, fue llevando la conversación hacia terrenos tales que Raúl, cuando ya parecía envuelto en una frenética carrera, empezó a levantar un poco el pie del acelerador. Así, cuando salió el tema de una hijita, Raúl se reblandeció y pareció disminuir su vértigo; Marina condujo la charla con habilidad suprema y todos fuimos ganando en tranquilidad, si bien sospecho que Felisa jamás se mosqueó en absoluto y sus preocupaciones estaban muy alejadas de los eventuales e inminentes riesgos de aquella ruta.
Con el chirriar de gomas bastante morigerado, arribamos a Vallegrande exactamente a las diez y veintinueve de la noche, según el reloj digital del coche, todos "milagrosamente" sanos y salvos y con Raúl a tiempo para recoger sus pasajeros de vuelta a Santa Cruz.
Ya que nunca supimos de un trágico accidente posterior, esos pasajeros también habrán llegado ilesos a destino, de donde se deduce que los milagros deben existir.
En el próximo número retomaré la narración a partir de aquella primera noche (viernes 5 de octubre), la de nuestra llegada a Vallegrande, el lugar en cuyo hospital, un día de 1967, fue tomada la foto del cadáver del Che, foto que habría de recorrer el mundo hasta convertirse en uno de los testimonios gráficos más impactantes del siglo veinte.

Tercera parte

En la edición anterior introduje el tema de nuestro viaje, junto con Tony Postorivo, a La Higuera. Había llegado al punto en que nos disponíamos a iniciar el trayecto entre Santa Cruz de la Sierra y Vallegrande, ciudad ubicada sesenta y cinco kilómetros antes de La Higuera y que era el epicentro de los actos realizarse en conmemoración del cuarenta aniversario del asesinato del Che Guevara. Aquel tramo, sinuoso, entre precipicios de considerable magnitud y baches y obstáculos diversos, resultó tan temerario como nos habían advertido. En el auto viajábamos, además del conductor, otras seis personas: un chileno de cincuenta y tantos años (Ramón) que se afincó en las afueras de La Paz para trabajar en los barrios marginales desde el triunfo de Evo Morales; su compañera (Marina), una boliviana de edad similar que espera que sus hijos terminen el secundario en Suecia —lugar en el que ambos se habían refugiado en su momento por cuestiones políticas—para unirse a él en Bolivia; también se habían sumado una médica de setenta años (Felisa) con la mochila a cuestas, que vive y trabaja en Rosario y los sábados estudia en la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo en Buenos Aires; un joven de unos treinta y pico (Cris), estudiante de la Universidad de las Madres y artesano; los otros dos pasajeros, claro, éramos Tony (de cabañas El Chaparral, en Mar Azul) y yo.
Lo curioso de todo esto fue que, cuando Raúl, el conductor, nos ofreció sumarnos al grupo para "amortizar" el viaje, no nos importó en absoluto la eventualidad de viajar durante más de seis horas apretujados mientras nos garantizara manejar despacito y sin apuro; prometió que "desde luego" y nosotros, ilusos, le creímos. Salimos bien pasadas las seis de la tarde, con muy poca luz por delante, y a poco andar nos enteramos de que el buen Raúl debía llegar antes de las diez y media para no perder los pasajeros en tramo de vuelta a Santa Cruz. ¡Socorro!, un viaje que en micro consume más de ocho horas el tipo lo devoraría en cuatro a cualquier precio, y ese precio bien podrían ser nuestros huesos. Para colmo nos tranquilizaba repitiendo que conocía el camino de memoria y, más que nada, fundaba su optimismo en que una virgen de la que era devoto lo protegía de todo peligro. Así, por ejemplo, entre esquives repentinos de enormes baches, podía tanto frenar de golpe a veinte centímetros de una vaca como pasar literalmente rozando bicicletas o chicos a pie. Tony, experto conductor, sudaba y sufría justo detrás de Raúl; yo había elegido engancharme en una conversación distractiva con Felisa y se ve que mi miedo quedó en estado de latencia; Marina, en cambio, con sus modales suaves y evidentes conocimientos de psicología, fue llevando la conversación hacia terrenos tales que Raúl, cuando ya parecía envuelto en una frenética carrera, empezó a levantar un poco el pie del acelerador. Así, cuando salió el tema de una hijita, Raúl se reblandeció y pareció disminuir su vértigo; Marina condujo la charla con habilidad suprema y todos fuimos ganando en tranquilidad, si bien sospecho que Felisa jamás se mosqueó en absoluto y sus preocupaciones estaban muy alejadas de los eventuales e inminentes riesgos de aquella ruta.
Con el chirriar de gomas bastante morigerado, arribamos a Vallegrande exactamente a las diez y veintinueve de la noche, según el reloj digital del coche, todos "milagrosamente" sanos y salvos y con Raúl a tiempo para recoger sus pasajeros de vuelta a Santa Cruz.
Ya que nunca supimos de un trágico accidente posterior, esos pasajeros también habrán llegado ilesos a destino, de donde se deduce que los milagros deben existir.
En el próximo número retomaré la narración a partir de aquella primera noche (viernes 5 de octubre), la de nuestra llegada a Vallegrande, el lugar en cuyo hospital, un día de 1967, fue tomada la foto del cadáver del Che, foto que habría de recorrer el mundo hasta convertirse en uno de los testimonios gráficos más impactantes del siglo veinte.

Cuarta parte

En la edición anterior contaba acerca de la presentación de libros en Vallegrande y del intento reiterado de boicot del propio municipio; de todos modos, con varias horas de retraso, la presentación se concretó en un salón repleto de público. Los autores, el boliviano Carlos Soria y la ecuatoriana María Garcés, resultaron ser investigadores apasionados de la vida del Che; ambos narraron interesantísimos pormenores de sus viajes y entrevistas, de sus adelantos y tropiezos, de sus hallazgos y, ante todo, exhibieron un entusiasmo inquebrantable por transmitir y compartir cada detalle de aquello que hoy forma parte de la historia.
También hablaron dos vecinos de Vallegrande que eran estudiantes en los tiempos del Che en Bolivia; contaron las persecucuciones y tormentos que sufrieron, además de pasar largas temporadas en la cárcel por su participación en diferentes reclamos estudiantiles. Cualquier asociación con "nuestras" Noches de los Bastones Largos o la posterior Noche de los Lápices no es pura coincidencia.
Terminada la presentación nos acercamos a comprarle un libro y a conversar con María, la ecuatoriana, que nos había conmovido a Tony y a mí con su vehemencia y su pasión, que no alcanzaban para ocultar una feroz timidez. Esa charla, en la vereda de la municipalidad, fue acompañada por reiterados cortes de luz, que en ningún caso lograron exasperar a la gente sino que fueron tomados con alegría, encendiendo velas y propiciando el clima para el canto y el baile en la plaza principal, en la que no faltaba un ruidoso grupo de brasileños, aunque también había mexicanos, chilenos, italianos, yanquis, españoles, vascos (difundiendo su lucha por la independencia del estado español) y gentes llegadas desde los más diversos rincones del planeta.
A propósito de los libros, ambos hacían específica referencia a la etapa de la guerrilla del Che en Bolivia; con el libro de María entre las manos, pasando las páginas con avidez y curiosidad, recordé en aquel momento mis primeras lecturas acerca de la vida del Che Guevara; yo tenía por ese entonces más de treinta años y conocía muy pocos detalles de su vida más allá de un par de datos vagos y universales y de un montón de prejuicios; lo primero que leí fue el diario de su viaje en moto con Alberto Granado y aquelló me impactó; seguí buscando información y devoré libros y más libros; en uno de ellos encontré esa pieza maravillosa que es la carta de despedida a sus hijos cuando deja Cuba. Esa carta me conmovió y sé que conmueve a mucha gente, por eso aprovecho hoy para compartirla con los lectores de El Chasqui.

Queridos Hidita, Aleidita, Camilo, Celia y Ernesto:
Si alguna vez tienen que leer esta carta, será porque yo no esté entre ustedes.
Casi no se acordarán de mí y los más chiquitos no recordarán nada.
Su padre ha sido un hombre que actúa como piensa y, seguro, ha sido leal a sus convicciones.
Crezcan como buenos revolucionarios. Estudien mucho para poder dominar la técnica que permite dominar la naturaleza. Acuérdense de que la Revolución es lo importante y que cada uno de nosotros, solo, no vale nada.
Sobre todo, sean capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario.
Hasta siempre hijitos, espero verlos todavía. Un beso grandote y un abrazo de
Papá


Quinta parte

Después de aquella jornada de la presentación de los libros y el baile en la plaza principal de Vallegrande, fuimos con Tony y María, la ecuatoriana autora de unos de los libros sobre la guerrilla del Che en Bolivia, a tomar una cerveza a un pequeño bar en el que también estaba el cantautor uruguayo Daniel Viglietti; cuando se iba lo saludamos y él se mostró muy amable, entablándose una charla con María acerca de una anécdota muy risueña ocurrida durante una presentación en la ciudad de Quito.
También se encontraba allí Jaime Jurano, cantautor de origen boliviano, quien con el bar ya cerrado tomó su guitarra y armó un pequeño recital íntimo que se extendió por lo menos por una docena de canciones; yo no conocía ni de nombre a Jurano y quedé impactado no sólo por las letras sino por la música y por su potentísimo timbre de voz; de cualquier forma lo mejor de todo resultó la entrega y la humildad de este artista, que a cada rato nos preguntaba si queríamos otra... El tipo tenía que cerrar, junto con Viglietti, el festival que habría de terminar con el Encuentro dos días después en la plaza principal de Vallegrande. No éramos en ese pequeñísimo bar más de diez personas y nos sentimos privilegiados y conmovidos por poder disfrutar de ese momento inesperado. Menos de 48 horas después, en el mismo bar, volvería a encontarme con Jaime, aunque a ese pasaje me referiré en detalle más adelante.
Tras el "mini recital", cerca de la una y con las calles desierta y en absoluto silencio, nos retiramos a descansar. A las seis de la mañana deberíamos encontrarnos, en su hotel, con unos italianos con los que habíamos compartido el almuerzo inmediatamente después de la visita al hospital de Vallegrande, más precisamente a la lavandería donde fueron expuestos los restos de Guevara en aquellas jornadas de octubre de 1967. Así lo hicimos, junto con Tony, y partimos entonces en la camioneta de ellos con rumbo a La Higuera. Llegamos temprano. Enseguida entramos en la ahora escuela-museo en la que fue asesinado el Che; recuerdo que aquello me resultó bastante "producido" y no me conmovió como sí había ocurrido, y no sólo conmigo, en el interior de ese diminuto ambiente de paredes descascaradas y llenas de mensajes manuscritos de la lavandería. De cualquier forma con los tres italianos y Tony acudimos a Mario, un paisano enorme, casi gigantón al estilo de uno de los hijos de la vieja serie "Los Beverly Ricos", para que nos guiara hasta la Quebrada del Yuro, el sitio en el que se produjo el combate en el que Guevara, con una herida en la pierna y con su arma inutilizada, fue apresado por militares bolivianos. La caminata la hicimos a paso firme (los pasos del gigantón Mario eran larguísimos) por un sendero que sale desde la ruta; el camino está poblado de higueras y de variada vegetación, aunque sin duda no da la impresión de ser el lugar más impenetrable y seguro para ocultarse. Llegamos a la piedra donde dicen se produjo el último intercambio de disparos. Después subimos hasta las ruinas de una casa emplazada en una especie de loma desde donde había un amplio panorama. Volvimos a la ruta —ahora en áspero ascenso a horas del mediodía— y subimos a la camioneta de los italianos; ellos se volvían a Vallegrande y nosotros bajamos en el vecino pueblo de Pucará, con la idea de retornar a La Higuera al atardecer, preparados para asisitir a los actos que tendrían lugar en horas de la noche.
Apenas bajamos en la plaza del pueblo de Pucará nos cruzamos con María, la ecuatorina, que se dirigía con unas amigas, en auto, hacia La Higuera, aunque con la idea de permanecer por un par de horas y regresar antes del inicio de los actos nocturnos.
Con Tony estábamos a esa altura muertos de sed y de hambre, de modo que comimos algo en uno de los puestos frente a la plaza, en medio de un clima grato de gente muy tranquila y amable.
Después de la comida vimos a una joven pareja de chilenos que realizaba malabares en la plaza y hacía jugar a los niños. Fue en aquel momento, mientras mirábamos los malabares, que conocimos a los vascos Gorka y Josú (este último, cuarenta y cinco días después, habría de visitarnos aquí en Mar de las Pampas).

Juan Pablo Trombetta

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