sábado, 22 de agosto de 2009

Contratapa

Benito: un pedazo de nuestra historia

Era el verano del ´98, nosotros acabábamos de comprar el lote y empezamos en seguida la construcción de la casa. En lo de los Cardozo, nuestros vecinos de Cruz del Sur y Garay, había una camada de cachorros recién destetados; mientras se hacía la casa (entre enero y marzo del ´98) los perros acudían a buscar los restos que les daban los muchachos que trabajaban en la obra. Hacia fines de marzo íbamos todos los días, ansiosos como estábamos por meternos en nuestra casa en el bosque, la casa en la que iniciaríamos una nueva vida; y allí estaban, esos cachorros marca "perro" tal vez con un lejano antepasado ovejero. Entre aquellos animales había uno que nos conmovía, el que llegaba tarde a los huesos, el que era espantado por los amenazantes dientes de los hermanos mayores, el que ya mostraba evidentes signos de debilidad. Por entonces Sofía, nuestra hija mayor, tenía seis años; Juan Martín, dos, y la más chica, Josefina, había cumplido un año y recién empezaba a caminar. Fue Juan Martín, en su media lengua, el que se apiadó del pobre perro cubierto de sarna y empezó a decir "es menito"; naturalmente quería decir, porque la daba mucha pena, "es buenito". Desde ese día Benito tuvo nombre.
Ya instalados en la casa, dos o tres de esos perros venían todos los días, comían algo, se quedaban un rato y después se iban. Benito, como siempre, era el más rezagado, el que esperaba, a lo lejos, su turno.
En abril, para Semana Santa de ese año 1998, se inició el histórico diluvio que duraría casi un mes y que derivó en un hecho inédito: varias familias fueron evacuadas en Villa Gesell. Una tarde, mientras mirábamos esa lluvia que parecía eterna y pensábamos, con Gloria, que si resistíamos esa "bienvenida" resistiríamos cualquier cosa, lo vimos llegar a Benito, empapado, lento, casi resignado. Nos daba una pena enorme y al mismo tiempo no nos atrevíamos a meterlo en la casa, con los tres chicos, sarnoso como estaba y lleno de pulgas, de modo que buscamos una solución intermedia: dejamos la puerta abierta (por suerte no llovía para "adentro") y pusimos una caja de cartón de las de la mudanza, de modo que quedara del lado de adentro "pero no demasiado"; Gloria preparó una sopa de vitina con leche, calentita, y la dejó sobre unos de los lados de la caja, cuyo fondo hacía de pared hacia el exterior; Benito entró, despacio, mirándonos como quien pide permiso, y empezó a comer lentamente, pues ya no le quedaban muchas fuerzas.
Pocos días más tarde decidimos "apropiarnos" de Benito; nunca tuvo collar porque no nos gustaba la idea de sentirnos "dueños" de un perro, pero le hicimos una cucha afuera, lo hicimos vacunar, despiojar, tratar la sarna. Así descubrimos, al poco tiempo, que Benito no era "gris", sino que ése era el color de la piel cubierta de sarna; tampoco la cola era, en realidad, ese horroroso piolín reseco como hilo de chorizo que yo pretendía cortar ante la desesperación de Gloria; vacunado y alimentado apareció un pelaje marrón claro con una gran mancha blanca en el pecho que constituyó, curiosamente, una de las principales características de Benito, con una hermosa cola tipo zorro, abundante, que se había salvado de mis ansias de carnicero. También descubrimos que empezaba a jugar, como cualquier cachorro, cosa que sus energías no le permitían cuando lo conocimos y Juan Martín empezó a llamarlo "Menito".
Yo no había tenido perros en mi infancia de departamento en Palermo, así que próximo a cumplir los cuarenta, poco a poco fui descubriendo más y más cosas del fascinante mundo de los perros, de sus códigos, de esa fidelidad que, en efecto, como tantas veces había escuchado, tiene al perro como paradigma, como ejemplo acabado de la palabra en toda su extensión. Es que para mí Benito iba a ser un perro aprensivo a causa de aquella crianza, de aquella pasividad con que aceptaba el rechazo de los hermanos mayores; no podía imaginar, en esos primeros tiempos, que el buen Benu, como le decían los chicos, habría de convertirse en el guapo, no ya de la cuadra, sino de todo el barrio, capaz de pelearse con un Doberman, un Dogo, un San Bernardo, o con varios perros a la vez, y salir airoso. Aun viejo y destartalado imponía un respeto casi reverencial a los perros más jóvenes. Me tocó, muchísimas veces, presenciar escenas que me dejaron pasmado y conmovido. Recuerdo, por ejemplo, la primera muestra de su fidelidad y su bravura. Una mañana yo venía corriendo por Cruz del Sur y Benito me acompañaba; al pasar por la esquina de lo de Dardo (Viejos Tiempos) oí el inclonfundible sonido de un galope: eran los pasos presurosos de dos enormes ovejeros que apuntaban directo a mí, que por otra parte en esa época era nuevito y con total inexperiencia en el trato con los perros; lo cierto es que giré y quedé paralizado cuando, de repente, vi que Benito se convertía en una especie de "Increíble Hulk" y arremetía, furioso, contra los otros dos; mientras yo asistía perplejo y preocupado a la batalla, de repente los dos ovejeros se desprendieron y, gimiendo, empezaron a subir las escaleras de Viejos Tiempos en señal de abandono; Benito los perseguía, enardecido, y trepó con ellos las escaleras hasta asegurarse que ya no volverían. Yo, por supuesto, no atiné a subir y esperé abajo; Benito bajó al trote, dándose aires, con un gesto que yo interpreté más o menos así: "¿viste cómo te defendí?". Desde ese día todos nosotros pasamos de lo más tranquilos por esa esquina porque los dos ovejeros, en cuanto lo veían, salían disparados. También desde aquel día, a la hora en que los chicos llegaban del colegio, él se plantaba en la esquina de casa y desde allí vigilaba que no los molestaran. En verdad había un antecedente, aunque yo no lo había presenciado completo, cuando se trenzó con los mismos perros al creer que los chicos, trepados a una acacia, corrían peligro de ser atacados.
Desde luego participó de mil reyertas por hembras en celo y no faltó ocasión en que un hombre, que había llegado a casa y nos causó desconfianza, tuviera que meterse de un salto en su auto porque Benito se encrespó y amenazó con devorárselo, aunque, hay que decirlo, jamás fue peligroso con las personas, nunca mordió a nadie y, por el contrario, muchos chicos se cansaron de andar a caballito sobre él, retorcerle la cola, tirarle de los bigotes e incluso molestarlo mientras comía; en esas oportunidades él no emitió ni el menor gruñido.
También surge ahora, entre tantos recuerdos después de doce años de mutua compañía, el verano del 2.000 en el barcito Siberia, del recreo El Acacial, camino a Villa Gesell. Pasamos allí ese verano y Benito, cada vez que Juan Martín, que tenía cuatro años, superaba en el mar el nivel del agua en los tobillos, lo aferraba suavemente pero con firmeza de un brazo, apretando apenas con los dientes, y lo sacaba hacia zonas seguras; desde luego Juan Martín reincidía y Benito lo sacaba una y otra vez; también, en esos días, se preocupaba mucho cuando veía que Josefina, con sus dos años, empezaba a bajar desde el bar hacia la orilla; entonces él ladraba y lloraba todo junto mientras le cruzaba el cuerpo; ella lo esquivaba y él le volvía a cruzar el cuerpo sin dejar de ladrar y llorar al tiempo que miraba hacia arriba como diciendo: "¿y, cuándo piensan venir ustedes?".
Naturalmente podría abundar e incluso aburrir con más y más cuentos. Incluso es muy posible que mis hijos digan que me olvidé de esto o aquello, como por ejemplo del día en que yo mismo lo pasé por arriba con el Gacel, ese primer invierno del ´98, y creíamos que no zafaba, pero zafó. O cuando faltó por una semana y no volvía hasta que Daniela Segalini nos llamó para decir que estaba en el Soleado, en la primera temporada de los Rebecchi. O cuando los vecinos de enfrente, los De la Cruz, gritaban alarmados: "¡el perro se come al gato!", en alusión a las veces en que corría muy divertido de acá para allá con la cabeza de Pongui, el gato cómplice, entre sus fauces. O cuando los Zujo, cada octubre, antes de alquilar la casa de al lado, preguntaban si estaba Benito.
Y hubo tiempo para que mi vieja, que siempre tuvo una incontrolable mezcla de pánico, aversión y fobia a los perros, esas cosas que van más allá de uno a pesar de los esfuerzos, hubo tiempo, decía, para que ella, enternecida con su compañía protectora durante las caminatas, pudiera perder el miedo y hasta tocarlo, hacerle un mimo, es cierto, brevísimo, un roce muy leve, conmigo muy al lado de ella, pero un mimo al fin y al cabo, a sus ochenta y pocos años.
Esta mañana, martes 4 de agosto, hace apenas unas horas, el buen Benu cumplió su ciclo. Estamos tristes. Sabemos y entendemos que hay dolores y angustias que involucran a seres humanos y que son inabarcables, pero eso no quita que podamos darle a esta pena que sentimos su justa dimensión. Benito, un perro, ya es una parte viva de nuestra pequeña historia, de la infancia completa de nuestros hijos, de una etapa completa de la familia.
Justo en la edición en que Jorge Vázquez inicia su serie de notas bajo el título Eran otros tiempos, me toca escribir estas líneas, buscarles un título, ponerlas en esta contratapa con el corazón un poco estrujado, pero con la certeza de que, a partir de mañana, podremos hurgar en esa caja de zapatos donde se desparraman caóticamente las fotos familiares y encontrar la imagen de Benito, con los chicos, siempre rodeado de chicos, o acaso sorprendido echándose una siesta al sol con su amigo el gato.
Seguro que mañana, y pasado, al mirar esas fotos se nos va a piantar un lagrimón. Pero lo que va a perdurar, lo que va a brotar en nosotros cada vez que lo recordemos, cada vez que contemplemos esas fotos, será una amplia y agradecida sonrisa.

Juan Pablo Trombetta

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