El Gran Augur, que sacrificaba cerdos y leía presagios en el sacrificio, apareció vestido con sus largas túnicas oscuras en la pocilga y se dirigió a los cerdos de la siguiente manera:
«He aquí el consejo que os doy. No os quejéis por tener que morir. Dejad de lado vuestras objeciones, por favor. Tened en cuenta que yo os alimentaré con granos selectos durante tres meses. Yo mismo tendré que observar una estricta disciplina durante diez días y ayunar tres.
Después extenderé alfombras de hierba y ofreceré vuestros jamones y vuestras paletillas sobre fuentes, delicadamente talladas, con gran ceremonia. ¿Qué más queréis?»
Después, reflexionando, consideró la cuestión desde el punto de vista de los cerdos:
«Por supuesto, supongo que preferiríais alimentaros de comida grosera y ordinaria, y que os dejaran en paz en vuestras pocilgas.»
Pero de nuevo, viéndolo desde su propio punto de vista, contestó:
«¡No, definitivamente no existe un tipo más noble de existencia! Vivir honrado, recibir el mejor de los tratos, montar en carroza con magníficos
ropajes, a pesar de que en cualquier momento uno pueda caer en desgracia y ser ejecutado; ése es el noble, aunque incierto, destino que he elegido.»
De modo que optó en contra del punto de vista de los cerdos y adoptó su propio punto de vista, tanto para él como para los cerdos.
¡Qué afortunados aquellos cerdos, cuya existencia fue así ennoblecida por alguien que era, a la vez, una autoridad del Estado y un ministro de la religión!
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