martes, 25 de enero de 2011

Contratapa

Las malas compañías.

Mis amigos son unos atorrantes.
Se exhiben sin pudor, beben a morro,
se pasan las consignas por el forro
y se mofan de cuestiones importantes.
Marzo de 1998. Tal vez abril. Nosotros recién nos instalábamos en Mar de las Pampas. En una reunión de cooperadora de la escuela de Mar Azul, a la que concurren nuestros hijos Sofía y Juan Martín, un muchacho habla y gesticula y se ofrece a hacer las compras para el comedor escolar con su destartalado rastrojero verde. Es guardavidas del Soleado desde 1992, pero el del 98 será el primer invierno aquí. Su hija Ludmila es compañera de Juan Martín en sala de 3. Se llama Pablo. Criado en Villa Luro. Fanático del «Fortín» y socio de Velez desde que tiene memoria. Muchos le dicen Rana, aunque sus amigos de siempre no le dicen Rana.

Mis amigos son unos sinvergüenzas
que palpan a las damas el trasero,
que hacen en los lavabos agujeros
y les echan a patadas de las fiestas.

Mayo de 1998. En la parada del colectivo, en La Pinocha, un señor de pelo blanco y anteojos espera con sus hijos, que van al colegio a Villa Gesell. Los míos vienen en el mismo colectivo de la escuela de Mar Azul. Nos ponemos a conversar. Él es director de cine. Acaba de llegar con su familia de Buenos Aires y alquilan una de las cabañas de al lado de La Pinocha (en la que hoy está El Arcangel). Están construyendo su casa y piensan abrir una creperie: Bleu (en lo que es hoy La casa del mar). Se llama Hugo. Criado en Banfield, fanático de la Academia, su padre, el Chino Rey, fue jugador de fútbol. Y cuando Hugo era muy pibe, lo hizo conocer y saludar a su ídolo: Tucho Méndez.

Mis amigos son unos desahogados
que orinan en mitad de la vereda,
contestan sin que nadie les pregunte
y juegan a los chinos sin monedas.

Otoño de 1998. En el balneario Kon Tiki, de Villa Gesell, Jorge Crook nos presenta a un muchacho robusto que no llega a los treinta años y que se está construyendo unas cabañas en Mar Azul. Literalmente se está, ya que con su viejo Franco, como buenos tanos de Calabria, levantan ladrillo por ladrillo. Cambiamos unas palabras, él pregunta y pregunta, se interesa por todo, manifietsa curiosidad e interés con su transparente cara de buenazo. A las cabañas le van a poner El Chaparral. Todos, todos, lo conocen por Tony.

Mi santa madre me lo decía:
«cuídate mucho, Juanito,
de las malas compañías».

Invierno de 1998. Debo viajar a Buenos Aires. Mi mujer y una vecina de Mar de las Pampas que acaba de conocer organizan el viaje en remis a la terminal con el marido de esta vecina, que también viajaba a Retiro, para compartir el gasto y, de paso, para que nos conociéramos. El remis me pasa a buscar. Subo. Hola. Hola. No mucho más. Tiene mi edad. Va con sombrero y pelo negro, largo. Plomero, bombero voluntario. De Santa Fe. No sabe bien si es hincha de Colón o de Unión. Pasarían unos meses después del frustrado «gancho» de nuestras mujeres para que compartiéramos un mate. El primer nombre es Gabriel. Pero se lo conoce más por el segundo: Daniel. Y mucho más todavía como el Flaco Aprile.

Por eso es que a mis amigos
los mido con vara rasa
los tengo muy escogidos,
son lo mejor de cada casa.

Diciembre del 2000. Se desata un conflicto con los guardavidas. Acompaño más de una vez a mi ya amigo Pablo al acampe frente a la municipalidad. Hay ollas populares. Allí conocemos a un formoseño morocho, alto, flaco y con nariz de boxeador. La sonrisa, contagiosa, contrasta con el color de su piel. Se hace querer por todos y se queda en Mar de las Pampas más allá de un par de idas y vueltas a Buenos Aires. Mientras hace changas en la construcción termina las materias que debe del secundario y hace el curso de guardavidas. Se llama César. Le decimos Negro y su apellido es Paniagua.

Mis amigos son unos malhechores, convictos de atrapar sueños al vuelo
que aplauden cuando el sol se trepa al cielo
y me abren su corazón como las flores.

Y hay más, claro. Como Coty, quien hace quince años pasa todos los veranos y es uno más del grupo, aunque viva en Alejandro Korn, aunque pasen varios meses sin vernos y todos esperamos su abrazo de oso. Y Diego, compañero mío desde primer grado, allá por 1965, que se hizo la casa en Mar de las Pampas y vivió tres años acá. Tuvo que volver a Buenos Aires pero mantiene la casa y cuando viene es infaltable.

Mis amigos son sueños imprevistos
que buscan sus piedras filosofales,
rondando por sórdidos arrabales
donde bajan los dioses sin ser vistos.

Desde hace muchos años nos juntamos todas las semanas en nuestra reunión de «machos». Primero fue los martes. Ahora los miércoles. Uno cocina (casi siempre el mismo, es decir el Flaco) los otros respondemos a manías previsibles. Hubo
-hay- pescados, fogones, asados, fideos, lentejas, pizzas, cervezas, vinos. Primero la reunión era «cerrada» (hasta hace poco, y por culpa mía). Ahora es abierta. Gracias a la apertura lo incorporamos a Juan. A Juan Forn. Y ya es uno más. La reunión de los miércoles es mucho más que la «reunión de los miércoles». Sabemos que allí podemos contarnos y decirnos todo. TODO. Y que no habrá filtraciones. Cada uno de nosotros lo sabe y lo valora.

Y qué mejor para cerrar que el maravilloso final de Joan Manuel Serrat:

Mis amigos son gente cumplidora
que acuden cuando saben
que yo espero.
Si les roza la muerte disimulan.
Que pa’ ellos la amistad
es lo primero.
Juan Pablo Trombetta

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