martes, 19 de agosto de 2008

Tiburón en bici

Todos los lunes, en la Biblioteca Popular Rafael Obligado, el escritor Juan Forn ofrece charlas que nos ayudan a rebuscar y descubrir los maravillosos mundos que pueden encontrarse entre las páginas de un libro. Y la pasión que transmite Juan cada lunes, la vehemencia con que habla de tal o cual autor, de tal o cual libro, inevitablemente nos contagia a todos, que salimos corriendo a leer y, por qué no, a escribir. Como en el caso de Aníbal Zaldívar, quien envió este relato a los "compañeros de los lunes" y que, ahora, nos disponemos a compartir con nuestros lectores.
Ayer a las 20,15 mientras me duchaba, sintiendo el alivio de lavarme el sudor frío y el olor crudo de las vísceras, la piel y la sangre del tiburón, pensé en mandar esta carta y desde entonces me dio vueltas en la cabeza; se me había metido el virus de contar, y no podía sacármelo, y es este de ahora, glotón e imperativo, que va surgiendo… Es que salía de mi casa para hacer una bicicleteada (alterno trote y bici, para recuperarme de una distensión de ligamentos) con el tiempo suficiente para llegar a horario a la Biblioteca, pero aún las rutinas suelen tener pequeñas modificaciones que alteran todo y tal vez en esa alteración esté la gracia o el gusto de que nada sea lo mismo, aunque lo parezca.
Lo noté de salida nomás, porque usé de nuevo el portón de Circunvalación en lugar del de la Avenida 16, como lo hice todo el mes último, cuando tuvimos la perrita (recordé rápidamente la agonía de la perrita envenenada, sus convulsiones), porque ella nos seguía y nosotros, al salir por la avenida 16, la engañábamos. Bueno, ya con esa pequeña muerte encima, con esa levísima modificación de la rutina, arranqué y seguí el circuito habitual: 101, Boulevard, bicisenda hacia el sur. La primera parte, sufrida: molestias, dolores musculares y articulares, el cuerpo que recordaba el esfuerzo de ayer, de antesdeayer, y se quejaba. Son quince minutos que cuestan mucho, la máquina entra lentamente en calor, y el pequeño sufrir provoca esos pensamientos inevitables: ¿para qué? si nada retarda el paso del tiempo, si la máquina igual está en proceso de deterioro inexorable, por qué no me quedé en casa, después hay que volver, y cosas así, que atacan en ese arranque de bicicleteada o de trote, etapa que podríamos llamar "umbral filosófico", pasado el cual (esquina de Boulevard y 105, o 106) ese estado de molestia y pensamientos nocivos va pasando hasta quedar atrás, superado por el movimiento, la fricción, la respiración que encuentra su ritmo primaveral.
Todo bien hasta ahí; después, las paradas previstas en Chiche Diesel y en Dinelli, para hacer unos "trámites", y luego seguir al Paseo 139 y de ahí a la 3 y dale que dale la vuelta continua, sin detenimientos (ni siquiera en la loma, oh tortura, del Paseo 130 —iba a poner de "la loma de la 130", y dudo: ¿por qué llamamos en femenino a los paseos? ¿La 105, la 107?—) Bueno, ahí vamos: saludo a Nico, el gordito que a veces juega al arco. Me grita: "dale duro, dale duro, así volvés". Estímulo, un-dos, un-dos, aún sabiendo que Nico tiene menos de 30 como la mayoría de los jugadores de "mi" equipo, y que inexorable mi máquina de medio siglo se está gastando (y rompiendo) y pasa Palacio y su esposa, trotando, y les digo "ya que vamos a envejecer, que sea de la mejor manera", y mi regresión filosófica busca complicidad pero no obtiene una respuesta muy entusiasta, sino una mirada curiosa y simpática.
En "la 115" derivo hasta la 1 y de allí a Paseo 103 bis: el atalaya para ver el mar. Y ahí está la otra sorpresa: el bote del "Colo", recién salido del agua. Se siente el olor a pescado, veo los cajones amontonados en el jeep. Dejo la bici en la rambla y bajo a la orilla. Saludos, anécdotas del ex capitán vuelto ahora a las olas de Centroamérica, y al rato, palpo el bolsillo y recuerdo que tengo 30 pesos. "Me llevo un cazón de los grandes", digo, impulsivamente, tentado por lo que sé que hay ahí: varios kilos de carne blanca, exquisita, pleno de energía y de misteriosa vida marina.
Conseguimos una bolsa de "consorcio", una soga y lo llevo, a los tumbos, colgado del manubrio. Difícil. El hocico rompe la bolsa, se mete en los rayos, roza el pavimento. La soga, con el peso, se ha deslizado unos centímetros.
Me cruzo con Quico, que a pesar de sus cuarenta años de geselino, desnuda su origen madariaguense cuando ve el bulto: "¿Qué llevás, un corderito?", "No, un tiburón", "La mieerrr....". En el mercado La Capilla, freno para reorganizarme. Sale Ismael con otra bolsa de "consorcio". Acomodamos el tiburón en la vereda, lo metemos en la segunda bolsa (sin tirar la primera). Ismael insiste en pesarlo. Okey; en la verdulería: 8,500 kg. "Me quedarán como 6 kilos de carne", digo. "No creo, para mí de aquí salen 4 kilos, lo más", dice Ismael. Llega Antonio, el legendario y generoso "pibe" de Casa Macca, y se queda husmeando, curioso, y enseguida ayuda en la Organización, con acierto. Digo de llevarlo al hombro, como una bolsa de papas, me lo cargo. Pero Antonio ahora da en el blanco: une la cola y el hocico (en realidad, la bolsa de la parte del hocico) y el tibu me queda atado en bandolera, como un aro. Y así voy, sintiendo el roce de la mandíbula cerca de mi cuello, o imaginándomela, dudando de que estuviera completamente muerto, como me garantizó el Colo...
Entonces, con el tiempo que vuela, viene la parte más larga y laboriosa: sacarle la piel, limpiarlo, porque no es de pescadores dejar esa tarea a cargo de otros. El proceso debe terminar con el pez en la heladera, el freezer, la parrilla o el horno. No hubiera, sino, pescador con mujer (y hay muchos solitarios).
Salieron 4 kilos, como dijo Ismael, que no es pescador y no se ilusiona o miente con el peso. Doce rodajas tipo atún, y la parte de la cola abierta al medio (tiene un cartílago tubular, muy fino, que se le saca con facilidad). A las 19,30 me senté, con la bolsa de hielo (última etapa del entrenamiento, que había postergado). Imaginé a Juan dando unos minutos de tolerancia...
Después de la sesión de hielo en la rodilla, ya fría la transpiración y duro el olor crudo a vísceras, piel y sangre de tiburón, me metí en la ducha. Miré la hora. Pensé: pobres los del grupo de la biblioteca, haber quedado encerrados en un correo colectivo. Ahora quiero contar lo que me pasó, pobres.

Aníbal Zaldívar

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